Las raíces calvinistas de la universidad


"En el mundo académico, donde uno esperaría que la gente tuviera más control sobre las horas que dedica al trabajo, ese concepto del exceso de tarea como virtud alcanza proporciones casi religiosas.  Los profesores dicen con orgullo que andan enloquecidos por sus múltiples responsabilidades..."
(Bárbara Ehrenreich, Sonríe o muere, 2011, 93)


Se reproducen seguidamente -de forma literal, sin comentarios-, algunos párrafos de Sonríe o muere (Bárbara Ehrenreich, 2011), que a nuestro juicio ofrecen una oportunidad para reflexionar críticamente sobre la universidad de la convergencia ¿como paradigma de la excelencia, de la calidad total...?

Como dice Bárbara Ehrenreich: 

"El calvinismo [es] un sistema al que se podría describir como una depresión obligatoria. Su dios [...] completamente arbitrario [...] tenía un cielo, pero con escaso aforo, y los privilegiados que accedieran a él ya habían sido escogidos antes de nacer, por predestinación. Para los vivos, su deber era examinar sin cesar la terribles abominaciones de sus entrañas, y extirpar como pudieran los pensamientos pecaminosos, signo seguro de condenación. Para el calvinismo sólo había una forma de descansar de esa forma angustiosa de auto-examinarse, y era trabajar en firme en otra cosa:  desbrozar, plantar, bordar, levantar casas y negocios. Todo lo que no fuera trabajo, físico o espiritual, era un pecado despreciable, por ejemplo vaguear tranquilamente o intentar divertirse [...].

Mantengo cierto respeto hacia ese espíritu calvinista [...] que te dice que hay que ser fuerte, que se basa en la autodisciplina [...], pero también conozco algo de sus tormentos [...]: el trabajo, trabajar de firme, de forma productiva, en algo que se vea y que el mundo pueda notar, era nuestra única plegaria y nuestra salvación, tanto contra la pobreza como a modo de refugio contra una vida sin sentido, aterradora.

Estos rasgos calvinistas, ya sin teología, persistieron y hasta florecieron [...] hasta finales del siglo XX. En las décadas de 1980 y 1990 las clases medias y altas llegaron a considerar que el estar muy ocupado, fuera en lo que fuera, constituía un signo de estatus, que además les venía muy bien a los empresarios porque era lo que se esperaba cada vez más del trabajador, sobre todo con la llegada de las nuevas tecnologías, cuando desapareció la frontera entre trabajo y vida privada: el teléfono móvil se lleva siempre encima, y el ordenador portátil va y viene con su dueño de casa al trabajo. Fue entonces cuando entraron en el léxico términos como multitarea y adicto al trabajo. 

Las élites de antes presumían de su vida ociosa, mientras que las de ahora se jactan de estar agotados, siempre metidos en mil líos, siempre dispuestos a reunirse por videoconferencia o hacer un último esfuerzo. Y en el mundo académico, donde uno esperaría que la gente tuviera más control sobre las horas que dedica al trabajo, ese concepto del exceso de tarea como virtud alcanza proporciones casi religiosas. Los profesores dicen con orgullo que andan enloquecidos por sus múltiples responsabilidades, y ni el verano les da un poco de tregua; por el contrario, es la época en que se dedican a investigar y escribir como locos. Una vez estuve pasando unos días con una pareja de catedráticos en su casa de verano de Cape Cod, y me enseñaron con orgullo el salón, que habían dividido en dos zonas de trabajo, una para cada uno. Si tenían que salirse de su rutina diaria (trabajar, almorzar, trabajar, salir a hacer footing por la tarde) se ponían nerviosísimos, como si sintieran que estaban a punto de dejarse caer en un abismo de completa y pecadora indolencia..."

[Notas tomadas de Bárbara Ehrenreich (2011). Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo. Madrid: Turner Publicaciones, pp. 91-94].


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