Cartografías colectivas para repensar la profesión docente desde la defensa de lo público (Eduardo Fernández y José Luis Villena)








Cartografías colectivas para repensar la profesión docente desde la defensa de lo público

Collective cartographies as a means to rethink the teaching profession from a public defence perspective

Eduardo FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ y José Luis VILLENA HIGUERAS


El presente artículo forma parte de la monografía titulada "La educación… de nuevo tarea urgente en el capitalismo neoliberal".

Escrito por sus coordinadores (Eduardo Fernández Rodríguez y José Luis Villena Higueras), el artículo sirve de presentación de este nuevo monográfico, que se publica en el número 78 (27.3) Diciembre 2013, de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado (RIFOP), actualmente en imprenta.



RESUMEN: Este artículo pretende, en último término, incorporar propuestas de trabajo que permitan la revisión del Desarrollo Profesional Docente, tanto desde la formación inicial como desde la investigación educativa, pasando por la formación permanente. Se trata de ofrecer posibles itinerarios que vinculen el trabajo del profesorado a la defensa de lo público. Para llegar a dar tales recomendaciones, los autores inician este trabajo haciendo una breve introducción en la que se definen cuáles son los problemas de la educación hoy. En la segunda parte, se continúa dicho análisis, incorporando, en este caso, un análisis acerca de las condiciones laborales del profesorado y de las tradiciones o discursos que éste maneja en su práctica.

PALABRAS CLAVE: escuela pública, desarrollo profesional docente, formación del profesorado, investigación educativa


ABSTRACT: The aim of this article is to incorporate work proposals to allow the review of Professional Teaching Development, both from an initial training perspective and from an educational research perspective, including lifelong learning. The objective is to offer different itineraries linking the work of teachers to the defence of the public sector. To present these recommendations, the authors begin this article with a brief introduction defining the problems in education today. In the second part, this analysis continues by including an study of the working conditions of teachers and of the traditions or discourses used in practice.

KEY WORDS: state schools, professional teaching development, educational research


Desmontando a Harry: pedagogías mágicas y buscadores de oro

Quisiéramos introducir ahora un cuento, no es muy largo y nos permitirá desarrollar alguna de las ideas que hemos dejado en suspenso anteriormente. Nos lo presenta el escritor Santiago Alba Rico en su ensayo Ciudadanía y Capitalismo (2008), dice así:

«Había una vez un pedagogo que salió de viaje y se perdió en el desierto. Caminó y caminó sin encontrar ni casas ni alimentos y al cabo de algunos días estaba tan cansado y tenía tanta hambre que se sentó en el suelo y se puso a hablar con las piedras que lo rodeaban. Las adulaba, las amonestaba, las aleccionaba con convicción y paciencia. Llevaba así muchas horas cuando acertó a pasar por allí un hada, a la que llamó la atención el extraño comportamiento de nuestro hombre.

- ¿Qué estás haciendo? –le preguntó-. El pedagogo la miró altivo, un poco molesto por la interrupción. - Estoy educando a estas piedras para que se conviertan en panes. - Eso te puede llevar mucho tiempo –respondió el hada-. Con esto lo harás más deprisa. Y sacó de su zurrón una varita mágica. El hombre, furioso y despechado, le respondió:- Soy un ser racional. No creo en la magia. Y, volviendo la cabeza, siguió explicando a tres pequeñas rocas la composición molecular de la harina».

Un cuento, una forma de narrar lo que nos ocurre en estos días, días inciertos sin duda, pues quien narra siempre intenta mostrarnos la pluralidad de significaciones con las que podemos aprehender el ser de las cosas. Quien cuenta, no hace cuentas, esto es, no pretende clasificar y ordenar las cosas de una vez y para siempre – eso les corresponde a los que pretenden llegar a ser considerados divinidades. Antes al contrario, quienes defendemos el uso de los cuentos, no lo hacemos en virtud de garantizar el orden universal, sino por el deseo aún infantil (por tanto, imprevisible) de caminar soñando y de soñar caminando lo por-venir. Quienes usamos los cuentos, lo hacemos porque nos consideramos limitados, que no es lo mismo que decir inútiles o ignorantes. Aprender los límites significa comprender que nuestra experiencia de la vida siempre está en déficit y, algo mucho más valioso, que únicamente a través de la experiencia de las demás es como podemos afrontar el problema de la carencia. En resumen, contamos cuentos para abrirnos a un futuro que depende de la capacidad que tengamos de hacernos eco de la plural experiencia de hombres y mujeres cuya vida es testimonio fiel de la lucha por la dignidad, la justicia y el sueño, en un mundo que entiende muy poco, ya desde hace tiempo, de estas palabras. Entremos, entonces, al análisis que nos ocupa.

La educación actual, no difiere significativamente en cada uno de sus niveles o subsistemas, ya sea si pensamos en el caso del sistema universitario, de la formación profesional, de la educación secundaria o el bachillerato. En todos los casos, hemos escuchado a gobernantes, consejeros de educación, profesorado y diseñadores de cursos hablar de la importancia que tienen el aprendizaje permanente, la formación a lo largo de toda la vida, y en general, la necesidad de que aprendamos contenidos con cierto valor de cambio para enfrentarnos al mundo que nos rodea, etc. Pareciera que hubiera un fuerte consenso respecto al papel que puede jugar la educación para mejorar la empleabilidad de los individuos, aumentar su capital cultural y desarrollar su autonomía personal, todo ello – se nos dice – en aras de incrementar la cohesión social y consolidar una verdadera educación ciudadana. Les invitamos a examinar alguno de los documentos que han sacado a tal efecto instituciones como la Unión Europea, la OCDE o el ministerio de Educación español. En todas ellas, pareciera que palabras como competencias profesionales y/o para la vida, ciudadanía social, igualdad de oportunidades y de acceso, etc., debieran marcarse en las mentes de educadores y educadoras de cara a construir la educación del futuro. Y puede que tengan razón.

Pero, también, puede que la razón no esté únicamente de ese lado. Nos explicamos. Cuando uno lee el cuento de Alba Rico, no puede dejar de pensar en un hecho un tanto inquietante y que, desgraciadamente, se repite con bastante frecuencia en nuestras aulas, en parte por el carácter ilustrado/moderno de la educación contemporánea. Y este hecho no es otro que el pensar la condición de ciudadanía como un factor que depende, en buena medida, de los diferentes capitales que adquirimos a través de la instrucción formal. Se nos dice que en tanto educandos, recibimos el capital cultural acumulado en la historia de la humanidad a través de sus disciplinas (historia, ciencias naturales, lengua, matemáticas, etc.). También se subraya el papel que juega la escuela y los subsistemas educativos en tanto espacios donde adquirimos el tan necesario capital social que nos permite establecer alianzas y solidaridades, todas ellas capaces de satisfacer nuestros deseos de supervivencia emocional y simbólica, etc. En última instancia, son muchos quienes, a su vez, defienden el papel que juega la educación formal como factor absolutamente central en la génesis y consolidación del capital económico, sin el cual resulta harto difícil desenvolverse en una sociedad como la actual, donde la división social del trabajo también lleva aparejada un vergonzoso diferencial en la capacidad pecuniaria de los individuos.

No seremos nosotros quienes osen contradecir tales argumentos, pero nos cabe sugerir introducir la siguiente pregunta: ¿acaso no podemos considerar a quienes se incorporan a nuestras aulas como ciudadanos o ciudadanas? ¿La condición de ciudadanía no puede ser considerada como una situación desde la que partimos todos los seres humanos?

Durante este año, y en nuestras clases en la Facultad de Educación y Trabajo Social de la Universidad de Valladolid, hemos leído y reflexionado en torno al cuento de Alba Rico. Nuestros/as estudiantes, casi siempre han tenido tendencia a decantarse por alguno de los personajes que, de un modo prometeico, pretenden salvar a las piedras de su ignorancia. En unos casos, se identifican con el hada, quizás porque la magia ahorra esfuerzos, o bien porque está asociada al sueño, a la posibilidad de romper con los límites. Hay quienes ven con creciente desconfianza a los que proponen soluciones milagrosas, amparándose, ahora sí, en el esfuerzo, en el saber que nace de lo científico – condición universal de seguridad y verdad. No pretendemos poner en solfa lo que ellos y ellas nos han comentado, pues vivimos un mundo donde rápidamente se nos presiona para dicotomizar la vida social y tomar partido por alguno de los dos términos (hada/pedagogo, disciplina/laissez-faire, etc.).

Preferimos no jugar ese juego, y mostrar que el problema es radicalmente diferente, o cuando menos es en otro lado donde hay que buscar el diagnóstico. Decíamos, anteriormente, que debiéramos preguntarnos por la condición ontológica que asignamos históricamente a los educandos, esto es, por su rol en tanto individuos no-ciudadanos que, gracias a la educación, y a unos profesionales conocidos como educadores, obtienen la condición de ciudadanos, al menos si así llamamos a quienes adquieren la capacidad de intercambiar sus diferentes capitales: social, cultural y económico. Pues bien, creemos que la apuesta radicalmente emancipadora es considerar a los educandos como ciudadanos de pleno derecho, y esto en el mismo momento que ingresan a los diferentes subsistemas educativos. Vamos a extendernos un poco más en esta cuestión[i].

Considerar ciudadanos y ciudadanas a quienes comienzan su andadura en cualquier proceso de alfabetización, implica un radical desplazamiento de nuestro papel como enseñantes. Se trata, antes que nada, de asumir que quienes tenemos delante saben algo más de la vida de lo que pensamos.

Hablamos, en primer lugar, de madres y padres. Las primeras, viviendo la dificultad de conciliar la vida familiar y laboral, agotadas en jornadas de cuidados interminables que apenas son reconocidos dentro del capitalismo actual. Los segundos, sufriendo, no sin pelear, de unas nuevas relaciones sociales que aspiran – otra cosa es que se consiga – a transformar la estructura de dominación histórica del patriarcado. Ambos, madres y padres, ven además como las promesas de movilidad social para sus hijos no encuentran respuesta en la aparentemente extenuada máquina de vapor capitalista. Y qué decir de ellos y ellas si incorporamos la variable separación, divorcios, malos tratos, etc. Sí, parece que quienes vienen a nuestras aulas como adultos en voluntad de aprender o como tutores/as legales de los y las estudiantes, pueden llegar a saber mucho, enseñándonos al colectivo de profesores/as, sobre las promesas (no cumplidas) de redención social

En segundo lugar, también debemos hablar de hijos e hijas que se encuentran en un “terreno de nadie”. Incapaces en muchos casos de asumir responsabilidades personales y sociales, muchas veces se acaban refugiando en el calor de los vínculos más “recalentados” (seguidores radicales de equipos deportivos, ideologías de partido y fanatismos religiosos; consumidores compulsivos de productos de belleza o de comida basura; teleadictos o alienados en/por unas nuevas tecnologías que, desde sus plataformas virtuales, al menos les garantizan ciertos modelos de identificación). Son, sin duda, los principales referentes de una sociedad que pretende hacer posible lo imposible: conjugar el amor hacia las cosas y las personas con la satisfacción ilimitada de nuestros deseos. Hijos e hijas de lo que algunos han denominado como modernidad líquida, forman parte junto a parados de larga duración, inmigrantes, personas discapacitadas, etc., de una nueva cuestión social surgida en el seno del capitalismo tardío: la «cultura de los residuos», de aquellos y aquellas que sufren la exclusión generalizada.

Pero también hablamos, en tercer lugar, de nuestros “mayores”. Personas cuyos saberes son considerados irrelevantes, en un mundo extraordinariamente vertiginoso, urgente y fugaz. Son huellas de lo no-contemporáneo, y eso al capitalismo actual le irrita. Testigos de una memoria histórica que no interesa preservar, se les prefiere apartados (en centros geriátricos), excluidos (reducidos a una vida social de bar, cafetería o televisión) y olvidados (sin formar parte de la vida familiar, excepto los “abuelos/as-guardería”). ¿Cuántas de sus historias no han sido todavía escuchadas o narradas? ¿Cuántos de ellos y de ellas aún pueden formar parte del tejido social productivo, lo cual no implica necesariamente asalarización, proletarización o precarización de su actividad?

Madres y padres, hijos e hijas, personas mayores, inmigrantes, parados y paradas de larga duración, personas discapacitadas, trans homo y heterosexuales, personas de izquierdas y de derechas, jóvenes y viejos, etc. Todos y todas con ganas de participar en la vida social, cada cual con sus aspiraciones y sueños pero con un denominador común en lo que se refiere a la educación: el de entrar dentro de una estructura de relación que no les escucha, que no les ve, que no les percibe. Y aquí entramos en la parte central de nuestra argumentación. No podemos aspirar a que hadas mágicas o pedagogos convertidos en peda-bobos entiendan algo de todo esto.

Las hadas modernas no necesitan escuchar ni ver a nadie. Su varita mágica está a prueba de toda coyuntura, de peculiaridades políticas, sociales, lingüísticas, económicas. Allá en Málaga, como acá en Valladolid, viviendo en Roma o en Buenos Aires, únicamente debemos encomendarnos a la potencialidad mágica de una varita que, contemporáneamente, nos hablará de metodologías infalibles, de aprendizajes permanentes, de recetas tecnológicas para salir de la crisis o del estado de inmadurez…y ¿qué le podemos decir en tanto educandos?…pues nada, ¡que para eso somos piedras!

Y la pedagogía con su ejército de profesionales advenedizos, seguirá una y otra vez hablando a los parados como si el problema fuera de ellos por no saberse renovar; culpabilizando a las madres y mujeres con biografías rotas por su escasa autoestima y sus altos niveles de SDAP (Síndrome de Alienación Patriarcal); infantilizando a nuestros mayores con bailes y juegos “para mejorar la coordinación motriz”, pues está claro que ellos y ellas “nunca han sabido y podido divertirse” (sic.); y por supuesto, pidiéndoles a nuestros jóvenes que renuncien a todos sus vicios actuales de consumo, que viajen y aprendan idiomas, mejoren sus conocimientos científico-técnicos y qué se yo cuantas cosas más, para finalmente…volver a esa vida consumista… y ¿qué le podemos decir nosotras y nosotros en tanto educandos?…pues nada, ¡que para eso somos piedras!

¿Qué queremos decir con todo esto? Pues que ninguna perspectiva emancipadora puede convertir los procesos de aprendizaje en un espacio en el que nos juguemos nuestra supervivencia económica o social. No convirtamos la educación en un asunto meritocrático, una especie de ascensor que legitima, reproduciéndola, la ya de por si increíblemente discriminatoria estructura social. La capacidad de encontrar un trabajo digno, de generar valores (e)co-educativos, de promover una sociedad no competitiva, no nos parece que dependa tanto de la educación formal que nos damos las sociedades contemporáneas (aunque sea un elemento que, sin duda, influye) como de la voluntad que tengamos como sociedad de construir ciudadanía.

De no ser así, seguramente nos pasará lo que Alba Rico comenta al final de su ensayo, cuando señala que mal futuro tenemos, si es a los maestros y maestras a quienes corresponde la tarea de civilizar y “ciudadanizar” a los individuos, en una sociedad que bien sabemos en nada se parece a eso, una sociedad que como él dice:

ha entregado la infancia a Walt Disney, la salud a la casa Bayer, la alimentación a Monsanto, la universidad al Banco de Santander, la felicidad a Ford, el amor a Sony y luego queremos que nuestros hijos e hijas sean razonables, solidarios, tolerantes, "ciudadanos" responsables y no "súbditos" puramente biológicos”.


La cena de los idiotas: capitalismo neoliberal y educación ¡danzad, danzad malditos!


Sin duda que uno de los factores que más han contribuido a minar la valoración social de la escuela, proviene de la influencia del pensamiento neoliberal en el diseño de las reformas educativas. A estas alturas ya nadie niega el hecho de que las políticas educativas neoliberales se han extendido a lo largo y ancho del globo. Sea en los países denominados periféricos, en el recién creado Espacio Europeo de Educación, o en el ámbito anglosajón, en todos los casos asistimos a una extensión del mercado educativo. En este sentido, no está de más recordar algunas de las transformaciones emprendidas desde finales de los ochenta que siguen esta dirección neoliberal: descentralizaciones, desreglamentaciones, ampliación de la autonomía de los centros educativos, reducción y desregulación de programas, “aproximación por competencias” para alcanzar la excelencia profesional, mecenazgo empresarial, introducción masiva de las TIC’s, fomento de la enseñanza privada y de pago, aumento de créditos y préstamos bancarios para sufragar los gastos derivados de la formación, etc.

¿Qué podemos entender por la extensión del mercado de la educación? Pues un proceso mediante el cual un gobierno – en un contexto nacional determinado – busca definir o redefinir las relaciones del Estado con los diferentes subsistemas educativos, trasladando el centro de gravedad en el espacio de coordinación de la esfera político-administrativa gubernamental hacia una esfera distinta que se constituye en torno al principio de competencia entre las diferentes instituciones del sistema de la educación (Brunner, 2007).

No obstante, este proceso de mercantilización se realiza a través de un mecanismo muy concreto: la activación de políticas de cuasi-mercado (Legrand y Bartlett, 1993; Levačic, 1995). Entiéndase bien que estamos hablando de mercados administrados, lo cual es absolutamente fundamental para desechar la idea de que el Estado ha dejado de jugar un papel central en la conformación de una economía-mundo capitalista. Lo realmente importante, ahora, es examinar en qué consisten esas nuevas tareas de los gobiernos, involucrados desaforadamente en impulsar procesos de mercantilización en los sistemas de educación y formación.

La transformación de la educación en un cuasi-mercado no es más que la separación entre el comprador del servicio educativo, el proveedor del mismo y los usuarios. Mientras que el comprador sigue siendo el Estado, los proveedores son los centros de formación (sean de propiedad pública o privada), que contratan con él en la medida en que los usuarios demanden el servicio.

¿Cuáles son las características que diferencian los mercados administrados de los servicios públicos? (Cascante, 2000). En primer lugar, se trata de un sistema dirigido hacia el consumidor, que puede elegir comprar (o no) el servicio (educativo) convertido en una mercancía. En segundo lugar, los cuasi-mercados necesitan de una autonomía institucional para que cada centro o institución proveedora pueda realizar la oferta que estime más oportuna (desde el punto de vista económico, académico y/o social). Sin embargo, esta autonomía no se concede tan a la ligera, pues la institución educativa debe ajustarse a una determinada planificación que posibilite la incorporación de mecanismos de competencia con el objeto de lograr obtener réditos económicos (y/o de prestigio social). Y en tercer lugar, para poder valorar si la institución educativa cumple o no con esos requisitos de competencia, y en qué grado lo hace (única condición que le permite diferenciarse en el mercado respecto a otras instituciones o centros) es por lo que se establece un sistema de rendición de cuentas y de regulación gubernamental.

Algunos de los efectos de estas políticas de cuasi-mercado ya han comenzado a sentirse con diversos grados de intensidad, y sin negar las particularidades con que se expresan en función de los países, niveles educativos, etc. Por ejemplo, en la Educación Superior ya se comienzan a observar los efectos derivados de la mercantilización de la universidad:

-       Se amplía la brecha internacional de conocimiento y, a la vez, se establece una jerarquía internacional (y nacional) entre universidades y centros de investigación (Marginson, 2004);
-       Se acentúa la disparidad mundial en riqueza y capacidad de generar conocimiento a través de la incentivación de la migración profesional (Rodríguez Gómez, 2005), esto es, la generación de polos de atracción científicos, técnicos e intelectuales de los países periféricos a los países centrales
-       Se impulsa lo que se ha dado en llamar “la industria de la Educación Superior” (García Tobía y Pérez, 2005) a través de la aparición de nuevos proveedores, esto es, entidades privadas, con fines de lucro, que operan en mercados locales, nacionales, regionales o en el mercado global universitario
-       Nace un nuevo régimen de conomiento/aprendizaje que abandona la idea de la universidad como ideal cultural, y en donde la formación y la investigación abrazan los objetivos de calidad total empresarial vinculados al aumento de la productividad y la eficiencia (Slaughter y Leslie, 2004). Docencia e investigación entran ahora en lo que se conoce como “industria académica”
-       Asistimos a una integración masiva de la universidad y la empresa, no sólo a través del mecenazgo sino convirtiendo a la universidad en un verdadero departamento de educación y capacitación al completo servicio del sistema económico (Hoevel, 2001), incorporando progresivamente (y en forma exponencial) el concepto de «cliente» y la necesidad de «utilidad» como prioridad para toda investigación
-       Se reorganizan las políticas y prácticas de financiación de la Educación Superior (Fernández López, 2004), bien sea desplazando su costo hacia los estudiantes vía aranceles y créditos o, paralelamente, empleando dispositivos de tipo mercado (vía rendición de cuentas y de logros) para subsidiar a las instituciones
-       Se impone una organización democrática del gobierno universitario donde la participación queda limitada a un modelo de competencia en el que todos (profesorado, programas formativos, materiales de enseñanza, estudiantes, etc.) representamos el juego del intercambio mercantil (Cascante, 1999/2000)
-       Se legitima la figura del “investigador-empresario” (Fernández Rodríguez, 2007) como forma normal (y necesaria) de funcionamiento en la actividad científica universitaria. El copyright y el sistema de patentes se convierten en las nuevas formas agresivas que utiliza el neoliberalismo capitalista para regular el pensamiento humano.

Sin embargo, las consecuencias de la mercantilización neoliberal en el sector educativo van mucho más allá, habiéndose incorporado al imaginario colectivo camuflada en aceptadas nociones como «Educación para Todos» y «aprendizaje a lo largo de la vida». Efectivamente, son muchas las personas, instituciones y movimientos sociales que piensan que si la educación se extiende a un cada vez mayor número de personas, estaremos acercándonos al ideal de igualdad y justicia (Darling Hammond, 2001; UNESCO, 2005). Se trata de que todas las personas tengan de hecho la posibilidad de recibir educación, que nadie quede al margen de ese derecho por ser pobre, mujer, inmigrante, o por pertenecer a una minoría étnica o religiosa.

De todas formas, hay una serie de problemas que harían bien en explicar quienes tan fervorosamente asumen tales presupuestos. Por ejemplo, el que la extensión de la educación ha aumentado tanto en los países del centro como en los de la periferia sin que por esta circunstancia podamos decir que nos encontremos con sociedades cada vez más igualitarias y justas. Otro problema es que, a la luz de los hechos, no podemos decir que las personas más educadas son las que más contribuyen a la igualdad y a la justicia, más aún, algunas apoyan políticas claramente antisociales. Pese a ello, el poder sugestivo del derecho a la educación es absolutamente arrollador en todo el planeta. Podemos hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué muchas personas incluso progresistas han asumido este paradigma como la mejor forma de contribuir a la igualdad y a la justicia?

Una línea explicativa puede ser la vigencia que aún tiene entre nosotros el discurso liberal ilustrado en donde la educación se convierte en un medio fundamental para el desarrollo inicial de la razón (naturaleza esencial y universal de los seres humanos) y punto de partida en el camino que nos permite alcanzar la condición de ciudadanos.

Otra línea explicativa nos revelaría que todos esos discursos ignoran  las aportaciones derivadas de la sociología crítica de la educación, a saber: el papel de los aparatos ideológicos del Estado en la transmisión de las visiones y las relaciones sociales que interesan a los grupos dominantes (Althusser, 1974), el establecimiento de una doble red en el sistema escolar para la reproducción de las estructuras sociales de clase (Baudelot y Establet, 1975), la correspondencia entre las estructuras de las relaciones en el mundo de la producción y en el de la escuela (Bowles y Gintis, 1981), que las instituciones educativas están estructuradas para favorecer a aquellos que ya poseen capital cultural, imponiendo una violencia simbólica a través de la consolidación de un habitus (Bourdieu y Passeron, 1977; Bourdieu, 1980) o mediante la configuración de ciertos códigos disciplinares a través de un currículum estratificado en función de grupos sociales (Bernstein, 1988). Tampoco parece tenerse en cuenta todas las aportaciones derivadas de lo que se ha denominado como teorías de la resistencia (Willis, 1998; Apple, 1986; Giroux, 1992).

Pero es una tercera línea explicativa la que debe centrar nuestra atención: la confluencia entre el discurso liberal ilustrado y el neoliberal en torno al derecho a la educación, lo que podemos denominar como “la santa cruzada del negocio de la educación para todos” (Cascante, 2007). Mientras que, a través de ella, los viejos liberales ilustrados pueden extender la educación para contribuir a la igualdad y a la justicia; con la educación a lo largo de toda la vida, los nuevos neoliberales, han encontrado una forma de aumentar continuamente el volumen de negocio de la educación. En definitiva, se produce una síntesis entre los que contemplan la educación como la necesaria realización de los seres humanos (intereses humanistas) y los que la contemplan como un mercado que debe llegar a todas las esferas de la vida humana incluida la educación (intereses comerciales).

Mientras que a los Estados les sirve para mostrar su lado más humano y generar riqueza en las multinacionales que están tras el negocio educativo, y las empresas multinacionales abren nuevas rutas de negocio comercial, asociaciones/sindicatos/movimientos sociales/ONG’s/entidades religiosas se embarcan en una tarea educadora al poder disponer de dinero y posibilidades para desarrollarse realizando su tarea humanitaria.

Y aún podemos añadir una cuestión más. En el caso de lo que ocurre, por ejemplo, en Europa, el aprendizaje permanente, forma parte de una estrategia de flexibilización de los mercados laborales, en donde los centros educativos son lugares extraordinariamente necesarios para la formación en una serie de cualificaciones básicas cuyo efecto último (no reconocido) es la creación de un “ejército de reserva de cualificaciones mínimas” que hacen imposible toda estrategia sindical encaminada a la lucha por un salario justo, a la vez que ahorran al sector empresarial de los costes asociados a la formación (Hirtt, 2007). En resumen, que no basta con hacer efectivo y extensivo el derecho a la educación. La educación sin más puede contribuir a la reproducción de las desigualdades y a la legitimación de la injusticia.


El “dulce pájaro de juventud” del conocimiento escolar. La articulación de nuevos y viejos saberes

Esta última parte, tiene la intención de recoger buena parte de lo dicho anteriormente, de forma que nos permita delimitar aún más si cabe los problemas actuales por los que atraviesa la educación hoy, y de forma más directa maestros maestras. Nos centraremos inicialmente en dos cuestiones. La primera de ellas tiene que ver con la competencia entre el colectivo de enseñantes y los/as profesionales de la comunicación mediática, competencia que ha tenido y tiene una importancia no menor en la experiencia cotidiana del primero. La segunda cuestión se relaciona con las relaciones conflictivas que se establecen en el campo cultural, entre los saberes disciplinares y ese nuevo conjunto de destrezas que se aprenden (parece ser) fuera de la escuela, por ejemplo, mirando la televisión, jugando a videojuegos, navegando por Internet, escuchando música, etcétera.

Respecto de la primera cuestión, no debemos obviar el hecho de que la figura del profesorado se haya debilitado en competencia con otras figuras, que indudablemente tienen hoy más prestigio simbólico y construyen imaginarios emergentes o hegemónicos: las figuras del comunicador mediático, de la estrella mediática. ¿Qué quieren ser hoy nuestros y nuestras estudiantes? Desde luego, no quieren ejercer la tarea docente, prefiriendo en muchos casos ser Alonso, Iniesta, Nadal, etc. ¿Cómo podemos devolver el interés por la educación? Desde luego que fácil no va a ser.

La segunda cuestión merece un tratamiento un poco más pausado y detallado. Y en parte responde a la pregunta anterior, pues es obvio que necesitamos pensar de estrategias y prácticas que dignifiquen la tarea docente y, más importante aún, en la que las generaciones jóvenes encuentren algo por lo que merezca la pena usar su tiempo.

El hecho innegable, como ya dijimos, es que la escuela y la educación hoy se encuentran en una posición tremendamente incómoda, intentando sobrevivir entre los avatares de la cultura massmediática y la incorporación de formas, destrezas y saberes científico-técnicos y culturales indispensables hoy para la inclusión en un mundo político y tecnológico.

Usando una afirmación de la antropóloga y ensayista argentina Beatriz Sarlo (1998, p. 37), podríamos decir que “la escuela está suspendida frente al universo sobreabundante y barroco de las pantallas”, lo cual quiere decir también que se suspendió la narración, que los maestros y las maestras de hoy se sienten invalidados para seguir narrando. ¿Y esto por qué? Pues por varias razones, y una de las más relevantes (otras las apuntaremos cuando hablemos de las condiciones laborales del profesorado) sigue siendo la profunda disociación entre dos universos: el entorno escolar y el ecosistema social. Se trata de dos espacios que se siguen ignorando mutuamente, aceptando en la actualidad un reparto de papeles totalmente asimétrico (para la escuela).

Cada uno de esos lugares, sustrae al otro su potencialidad, lo que trae consigo un efecto devastador en términos de aprendizaje, a saber: la construcción de un curriculum global (formal más implícito o informal) donde diferentes y competitivos sistemas de significado (lenguajes) y sistemas de sentido (culturas) compiten hoy en la vida del alumnado para intervenir en su construcción, con el resultado de que, en la actualidad, la escuela es deficitaria en sentido mientras que la calle lo es en significado. Quizás buena parte de nuestra tarea docente sea la de reintegrar ambos universos. Son oportunas aquellas palabras de Pablo del Río (1993, p. 33), cuando planteaba el siguiente desafío:

...(la escuela) en lugar de encerrarse en un código poderoso e imprescindible, pero que tendrá cada vez menos sentido aislado, acepte que los códigos, lenguajes y formatos de representación van ya mucho más allá de una sola literidad y que es preciso prepararse para una arquitectura simbólica hecha de estructuras multicódigo y multilengua, más ricas y flexibles. Que integre los contenidos de la cultura real con la cultura formal o científica y haga entrar a la cultura de los medios y urbana en el marco curricular formal rediseñando en un mismo programa sentido y significado"

El debate de fondo, entonces, tiene que ver con el descentramiento, antes aludido, al que se ha visto sometida la escuela y la cultura letrada por la circulación de unos saberes alejados de su campo de acción y, además, por la difuminación de las fronteras que separaban los conocimientos académicos del saber común. Martín Barbero (2003, p. 18-19) resume con brillantez la situación real en la que nos encontramos:

Cada día más estudiantes testimonian una simultánea y desconcertante experiencia: la de reconocer lo bien que el maestro se sabe su lección, y, al mismo tiempo, el desfase de esos saberes-lectivos con relación a los saberes-mosaico que sobre biología o física, filosofía o geografía, circulan fuera de la escuela. Y frente a un alumnado cuyo medioambiente comunicativo lo «empapa» cotidianamente de esos saberes-mosaico que, en forma de información, circulan por la sociedad, la escuela como institución tiende sobre todo al atrincheramiento en su propio discurso, puesto que cualquier otro tipo de discurso es contemplado como un atentado a su autoridad

La escuela está suspendida, no por la cuestión de sus niveles educativos, o porque no sea capaz de instruir, adiestrar o disciplinar. Estar en suspenso podemos verlo, a la vez, como una oportunidad para avanzar hacia nuevas formas de acceder al conocimiento, utilizando como herramienta de trabajo el universo simbólico que traen los y las estudiantes, permitirles que encuentren formas de construir un relato acerca de lo que les pasa. Y para ello, es decisivo que lo que está fuera de la escuela pase a estar dentro: su experiencia de la televisión y de las nuevas tecnologías, sus formas de ocio, su experiencia de la ciudad, los imaginarios massmediáticos con los que se identifican, etc. Pero, a la vez, la escuela también debe estar presente en su mundo, dándoles oportunidad para comprender la crisis tan profunda que atraviesa sus vidas: personal, económica, ecológica.

Cuando hacíamos referencia a la cuestión de la ciudadanía, lo que realmente es crucial para el colectivo de enseñantes, con toda seguridad debe ser el ubicar toda política educativa, toda propuesta de desarrollo profesional en el campo de lo político-cultural. Si algo nos enseña el mundo que vivimos, y ciertamente no es poca cosa, es que dichas transformaciones y sus posibles efectos no requieren exclusivamente de buenos didactas, mejores tecnólogos y excelsos emprendedores. Probablemente ganemos tiempo si avanzamos hacia la construcción de solidaridades que piensan la condición ciudadana como un hecho colectivo, una responsabilidad común que excede con mucho las capacidades actuales de la escuela moderno/ilustrada/neoliberal/posmoderna en la que vivimos. Sin embargo, es en dicha escuela desde donde tenemos que pensar nuestro trabajo. No hay otra opción.


Análisis Político de la profesión docente

Habíamos dicho al iniciar el apartado anterior, que dejaríamos la cuestión de las condiciones laborales del profesorado para abordarla específicamente. Sin duda que algunos de los problemas de la educación también tienen que ver con las cuestiones relacionadas con la estructura del puesto de trabajo. Son aspectos que, en buena medida, a veces son dejados de lado en la reflexión – sobre todo, a nivel de sindicatos y por las administraciones educativas – pero que han sido planteadas desde Movimientos de Renovación Pedagógica, plataformas educativas y seminarios desarrollados por docentes, quienes a nuestro juicio han acertado en considerar como un factor indispensable en la mejora de la calidad y en la búsqueda de prácticas democráticas en y para la educación.

La necesidad de repensar nuestra identidad profesional: profesionalismo y proletarización docente

No es desaconsejable, creemos, el contemplar la cuestión del desarrollo profesional desde una perspectiva multidimensional, esto es, desde la interacción dinámica entre algunos elementos que conforman la identidad profesional del profesorado (Day, 1998, p. 33): sus experiencias biográficas, factores ambientales, carrera profesional, vida y fases de aprendizaje a lo largo de la vida. No obstante, vamos a centrarnos ahora no tanto en las cuestiones ligadas a la formación, cosa que haremos más adelante, sino en aquellas otras que definen buena parte del cambio en la vida profesional del colectivo de enseñantes, y que se asocian con la problemática de la profesionalización.

¿Cómo definir la actividad docente? ¿Se trata de profesionales o de trabajadores de la enseñanza? El profesionalismo ha sido utilizado en muchas ocasiones por el Estado, como ropaje para neutralizar las reivindicaciones sobre las condiciones de trabajo del profesorado, ejerciendo cierto control sobre la ocupación, el acceso, la formación o la cualificación.

Sin embargo, también fueron apareciendo movimientos que, cuestionando el modelo profesional, adoptaron como seña de identidad política, ideológica y educativa la idea de “trabajadores de la enseñanza”. En buena medida, sus reivindicaciones se vieron apoyadas por un buen número de trabajos sociológicos que consideraban al profesorado como un colectivo sometido a un proceso de proletarización al igual que el resto de la clase obrera (Apple, 1982; Lawn y Ozga, 1981; Buswell, 1980). Cuatro son las ideas básicas de dichos planteamientos[ii]:

-       que el trabajo educativo se haya determinado por las condiciones de trabajo propias del Modo de Producción Capitalista: rutinización del trabajo, superespecialización y jerarquización. Condiciones, por tanto, propias de una forma de racionalización de la actividad productiva caracterizada, sobre todo, por la expropiación de los conocimientos (separación entre la concepción y la ejecución);
-       que esta lógica racionalizadora del capital, entonces, se ha extendido a otros procesos de trabajo, dentro de los cuales también están los desarrollados en el seno de los aparatos ideológicos del Estado. Y este proceso ha afectado de forma notable el trabajo educativo, como por ejemplo: la programación por objetivos, la introducción de técnicas estandarizadas de diagnóstico y evaluación, el uso de paquetes programados para la enseñanza, la aparición de expertos, la potenciación de medidas jerarquizadoras y sistemas de «promoción interna», el desarrollo de especializaciones por contenidos y facetas del trabajo.
-       que dichas propuestas racionalizadoras se han visto atravesadas por conflictos y enfrentamientos entre trabajadores y empleadores. La clase obrera, entonces, no ha asumido pasivamente dichas transformaciones, sino que ha promovido fórmulas diversas de resistencia, que van desde el uso de ciertas estrategias «profesionalistas» hasta el compromiso militante consciente o acciones individuales (a menudo, inconscientes).
-       que la aparición de acciones de resistencia de individuos proletarizados, conscientes del proceso de racionalización al que se ven sometido su trabajo, les acerca a los intereses generados del proletariado en su enfrentamiento al capital.

Otros autores como Derber (1982), continuando la línea argumental de las teorías sobre la proletarización de los y las enseñantes, plantean la necesidad de considerar distintas formas de proletarización en función de las etapas históricas del capitalismo y de diferentes sectores de trabajo. Para este autor, lo realmente crucial es la distinción entre los procesos de control sobre las condiciones de trabajo («proletarización técnica») y los vinculados al control sobre los fines del trabajo («proletarización ideológica»). Lo realmente predominante entre el colectivo de trabajadores, ha sido la pérdida de control sobre los fines de su trabajo, esto es, la expropiación de sus valores o el sentido de sus propósitos.

La hipótesis de Derber, en definitiva, es que la «proletarización ideológica» no es más que un «emergente sistema de control organizativo postindustrial», uno de cuyos elementos más característicos será el intento de integrar a los y las profesionales asegurándoles una «relativa autonomía técnica». Y, por eso, al tiempo que el colectivo de enseñantes es descualificado, se ve sometido a nuevas formas de recualificación, asumiendo nuevas habilidades y competencias vinculadas, por ejemplo, al reforzamiento de la función disciplinaria y a la transformación de las tareas de enseñanza-aprendizaje. Pero también, relacionadas con otros aspectos: un modo de división del trabajo, con efectos notables sobre el profesorado (creación de nuevos campos de conocimiento que cualifican aspectos del trabajo docente que no requerían habilidades específicas o no estaban sujetas a un proceso de formación, p.e. la Orientación), la incorporación de las tecnologías de la información y la comunicación a la enseñanza, la relación del profesorado con las funciones conceptuales de su trabajo, lo que les obliga a pensar de forma más o menos global su trabajo (programación y planificación de su enseñanza).

Tanto en el caso de las teorías clásicas sobre la proletarización docente como en el de los análisis de Derber, se manifiesta muy a las claras que la cuestión de la enseñanza como profesión y la ideología del profesionalismo, pueden resultar un arma de «doble filo». Si bien es cierto, por un lado, que funcionan como estrategia defensiva frente a los intentos de racionalización del trabajo educativo, también es cierto, a su vez, que puede ser utilizada como ideología común asumida por el profesorado, receptiva a un buen número de medidas que recortan su autonomía ideológica y «técnica», una especie de acomodación de los y las profesionales de la educación a la proletarización.

No obstante, si estamos de acuerdo, entonces, que la cuestión de la identidad del profesorado en buena medida se juega en la arena de la definición de modelos profesionales, conviene que pensemos seriamente los caminos por los que transitar. Sostiene Fernández Enguita (2006) que los profesores cuentan, lo que para él equivale a decir que no toda la responsabilidad de los males o malentendidos en la educación puede ser atribuida al Estado o al Mercado. Que si alguno de los problemas de nuestro alumnado también es responsabilidad nuestra, no sólo de la sociedad o de la institución, entonces debemos de pedirles cuentas a los y las enseñantes de lo que hacen. Y aquí distingue el sociólogo entre quienes se hacen responsables de su trabajo, de forma personal y a través de procurarse formación («actitud profesional») y a quienes pareciera ser que se les debe suponer que lo hacen bien sencillamente porque forman parte de una estructura («actitud profesionalista»).No está de más tomar en consideración estas advertencias, aunque sólo sea para evitar algo que ya la psicología humanista denunciara hace tiempo entre el profesorado: la tendencia a buscar «enemigos externos» como forma de evitar la responsabilidad de nuestros actos.

Algunos datos del estudio elaborado en el 2010, por el Instituto de Evaluación y Asesoramiento Educativo (IDEA), y patrocinado por la Fundación Hogar del Empleado (FHEM), parecen indicar esa preocupación profesional del profesorado por su trabajo, por ejemplo: que en lo concerniente a la calidad del profesorado, la experiencia es la variable a la que se le atribuye mayor influencia, al igual que adquieren importancia el trabajo en equipo y la formación inicial y permanente. Ya hablaremos de las cuestiones relacionadas con la formación docente más adelante.

Nos centraremos, ahora, en lo que respecta a las condiciones laborales, pues son éstas sin dudas las que han levantado más ampollas a la hora de determinar variables que inciden en el desarrollo profesional del profesorado. Así, en el estudio arriba citado también se señalan algunas cuestiones relacionadas con las características que determinan la función docente desde un punto de vista estructural. Aspectos como los efectos de la evaluación sobre la carrera profesional, la insuficiencia salarial, etc., son vistas como uno de los principales problemas de la situación que actualmente vive el profesorado en el estado español.

Pareciera que una y otra vez, entonces, nos tocaría movernos a la hora de pensar el desarrollo profesional docente entre la dialéctica del “pídele cuentas al rey” (situando los problemas en la Administración y el Mercado) y el “tuya es la responsabilidad” (focalizando la labor del docente como causa mayor de los problemas de la educación hoy). Pensamos que es bueno salirnos de estas posiciones. A veces conviene reinventar el debate sobre las condiciones de calidad de la función docente, sobre todo si no queremos que sean estériles e infructuosas las acciones a desarrollar para mejorar la vida profesional.

Ya hemos visto, anteriormente, que buena parte del problema está en considerar otras variables del problema: la economía psíquica del capitalismo neoliberal, las exigencias derivadas de la sociedad y economía del conocimiento, la consideración de las nuevas alfabetizaciones en los procesos de e-a, la necesidad de considerar la ciudadanía como una articulación entre escuela y sociedad. No obstante, y en lo que concierne a las cuestiones relacionadas con la profesión docente, al menos en el estado español, debiéramos mencionar además una serie de problemas (históricos) que han limitado su desarrollo, a juicio de Rozada serían (2002: 3):

-       El progresivo desmantelamiento de lo que de público tuvo la escuela pública.
-       El desmesurado crecimiento de los aspectos burocráticos-organizativos, es decir, de lo formal, en detrimento a lo que realmente ocurre en las prácticas organizativas y didácticas que tienen lugar en los centros y en las aulas.
-       La pervivencia de tradiciones de larga duración que dificultan una adecuada respuesta escolar a las condiciones de nuestro tiempo
-       El que se haya configurado un muy mal contexto para la innovación y el desarrollo profesional docente.

Nuestra posición es que, si bien es cierto la responsabilidad del profesorado respecto a la tarea de enseñar, no es menos cierto que esta actividad se realiza actualmente en el marco de una serie de políticas educativas, inspiradas, ya desde hace años, en las doctrinas neoliberales, alguno de cuyos efectos devastadores ya han sido señalados durante los últimos años (Whitty, Power y Halpin, 1998).

En lo que respecta a la escuela pública, hemos visto cómo la constitución de una doble (triple) red escolar ha impedido el desarrollo del carácter público de la institución escolar. El establecimiento de itinerarios diferenciados, la selección de grupos-clase y de alumnado en función del expediente académico en Secundaria, nos llevará a una diferenciación de centros escolares en función de la calidad real o percibida (evaluada), dinamitando, casi por completo, la idea de la escuela como entidad pública, entregada ya sin remedio a la competitividad y al mercado, como muestran los numerosos ejemplos de competitividad de los centros públicos, entre sí, y respecto a los privados, asumiendo acríticamente el juego de los indicadores de calidad. La escuela comprehensiva cada vez parece más un sueño, a la vista de las segregaciones del alumnado en itinerarios formativos.

También hemos visto cómo se ha mantenido durante años los procesos de jerarquización, división del trabajo y control del curriculum, antaño denunciadas desde posiciones democráticas en la enseñanza. Así, hemos visto la aparición y el goteo constante de expertos en diseños curriculares (constructivistas y/o por competencias) o en organizaciones eficaces. Incluso la participación democrática parece quedar condenada, hoy, a cómo padres y madres contribuyen a la distinción del centro, sinónimo de garantía de calidad (que no de equidad). Los marcos curriculares parecen haber convertido los mínimos para la enseñanza en máximos, además de que cada vez cobran mayor fuerza las pruebas estandarizadas y diagnósticas que legitiman lo que se considera como conocimiento valioso hoy, y con un efecto pernicioso sobre la capacidad de indagación y de construcción de conocimiento docente por parte del profesorado.

Parece seguir teniendo bastante fuerza la ideología del “centrocentrismo”, esto es, la adoración y casi obligación de un trabajo profesional ligado al establecimiento de equipos colaborativos. Quizás, más nos vale también defender el trabajo individual, en el aula y en casa, vinculado a un trabajo, este sí colectivo, llevado a cabo en organizaciones de renovación pedagógica, en donde es más posible buscar intereses afines y un mínimo de principios compartidos sobre la teoría y la práctica de la educación.

En lo que respecta a las cuestiones de la innovación dentro del aula, no queda claro que dichos planteamientos tengan hoy buen acomodo. Por un lado, es obvio que las denominadas prácticas tradicionales no se han ido nunca del todo de la práctica docente, y el problema si ha sido puesto sobre el tapete, más bien ha sido a causa de las nuevas formas de ser niño, niña o joven.


Trayectorias del Desarrollo Profesional Docente

Si utilizamos el término de «Trayectorias del Desarrollo Profesional Docente» es, sobre todo, porque lo que aquí proponemos son recorridos que, pensamos, pueden ir experimentándose – algunos ya se han hecho o se están haciendo – siempre en la línea de una defensa de la identidad profesional docente comprometida con lo público. No se trata de recetas, ni de pautas de trabajo al modo de “pasen y vean”. Queremos que sean consideradas en su provisionalidad. No pretendemos ser dogmáticos, pues como alguien dijo una vez: “el dogmatismo es la tendencia que tenemos los seres humanos de eliminar de los acontecimientos, su contingencia”. Y, desde luego, deben ser consideradas desde una posición localizada, contextualizada. Con estas reservas, pasamos a continuación a señalar algunas itinerarios que, desde la defensa de lo público, pueden considerarse tanto en la formación inicial y permanente como a la hora de pensar nuevos modos de investigación en el ámbito de la educación.

Implementar políticas de formación inicial basadas en la idea de «profesionalidad ampliada»

A continuación, ofrecemos una serie de principios de procedimiento acerca de lo que puede ser, en el futuro, la formación inicial. En todos ellos hay un nexo común, la necesidad de pensar dicho subsistema educativo en clave lo que hemos denominado como «profesionalidad ampliada», esto es, apostando por procesos de formación en los que relacionemos entre sí teoría y práctica, ampliando lo que podemos hacer en nuestras aulas, para incluir en ellas: el contexto social más amplio de la educación, los problemas relacionados con la profesión, el establecimiento de redes de colaboración entre el profesorado universitario y de éste con otros sectores profesionales de la educación (escolar y social). Pasamos, por tanto, a plantear los delineamientos básicos de los caminos que nos pueden llevar hacia esa «profesionalidad ampliada».

Revisar el conocimiento necesario para la alfabetización profesional

Si examinamos algunos de los debates aparecidos últimamente en los medios de comunicación al calor de las reformas educativas y la formación inicial de profesionales de la educación, podemos observar como aún está muy presente la idea de que un/a buen docente es quien domina los contenidos relacionados con su disciplina. Ideas como que la universidad y el profesorado han renunciado a enseñar conocimientos para convertirse en asesores psicopedagógicos, que se sustituye la cultura de la enseñanza por la del aprendizaje, o que si no saben cómo enseñar algo es porque no se sabe suficientemente, representan todas ellas (y otras que no enumeramos, la lista sería larga) argumentos que se utilizan para, en sus palabras, “quitar poder a los expertos en educación”.

Nos parece, en todo caso, que los problemas vienen de otro lado. Más bien, lo que se esconde en estos debates es, precisamente, desde dónde se está hablando, la posición epistémica que algunos (el masculino no es casual) ocupan a la hora de proclamar tales soflamas. Quienes escribimos este artículo, defendemos la necesidad de revisar el conocimiento que impartimos en nuestras aulas, pero escapando tanto del reduccionismo que identifica formación inicial con la transmisión de los contenidos relativos a la materia a enseñar, como de aquel otro que equipara la enseñanza a la adquisición de ciertos conocimientos pedagógicos, didácticos o psicológicos por parte del profesorado. Más bien, y esta es nuestra posición respecto a conflictos como el que hemos citado arriba, toda enseñanza superior debe ser capaz de transformar el contenido disciplinar en materia de aprendizaje. Y este modelo de competencia cultural pedagógica no es patrimonio de la pedagogía, sino de profesionales que entienden que el aprendizaje en las aulas universitarias únicamente es posible si articulamos el saber hacer, con el buen saber y el querer hacer.

No estamos hablando de cosas que actualmente no se estén haciendo para renovar el aprendizaje docente en la educación superior. Son muchos los y las enseñantes que actualmente forman comunidades interdisciplinarias para repensar (académicamente) su enseñanza, uniendo por tanto las actividades de enseñanza e investigación. Se trata, en definitiva, de generar y consolidar comunidades de reflexión donde el profesorado, perteneciente a distintos campos de enseñanza, examine sus diferentes estilos didácticos e indague acerca de las tradiciones disciplinares que condicionan su práctica docente.

No obstante, esta reflexión en torno a la docencia universitaria pensamos que sería insuficiente si no contempla otras cuestiones derivadas de concepciones alternativas respecto del aprendizaje profesional, por ejemplo: el uso de historias de vida relacionadas con la estructura del puesto de trabajo del profesorado universitario, el análisis reflexivo respecto a situaciones problemáticas derivadas de nuestra práctica docente, la investigación en torno a los saberes tácitos asociados al desarrollo profesional, el análisis compartido respecto a nuestros procesos de desgaste personal (mental y corporal) en nuestro trabajo, incluso la búsqueda y definición de las competencias profesionales que puedan ir asociadas a nuestra profesión, eso sí, lejos de visiones tecnicistas como hasta ahora se están desarrollando.

Revisar las zonas de sentido que median el aprendizaje de los y las estudiantes

Hemos planteado, hasta ahora, dos líneas posibles de investigación que surgen de la adopción de una mirada caleidoscópica respecto de la enseñanza universitaria: la investigación sobre nuestro conocimiento didáctico de los contenidos que impartimos, y el análisis de las tramas subjetivas (vivenciales, biográficas, etc.) que forman parte de nuestra identidad docente (interfiriendo en las relaciones entre docentes-conocimiento-alumnos).

No obstante, el aprendizaje profesional es obvio que únicamente es posible si hay un tercer elemento: los sujetos de aprendizaje, esto es, los y las estudiantes. En este caso, la investigación sobre el aprendizaje a nuestro juicio debe incluir buena parte de los planteamientos que se hacen desde enfoques histórico-culturales, en donde se plantea, entre otras cosas, la necesidad de investigar las líneas de fuerza que dan sentido al aprendizaje del alumnado. Estas zonas de sentido a nuestro juicio son dos: por un lado, los espacios sociales en los que vive (y ha vivido) nuestro alumnado; por otro lado, las propias configuraciones personales que traen a la universidad.

Investigar sobre nuestra docencia, entonces, también es pensar acerca de los lenguajes, afectos, memoria y percepciones que traen nuestros alumnos respecto no sólo de la propia actividad de enseñanza, sino incluso respecto a sus ideales profesionales, los imaginarios que se ha hecho del quehacer profesional, etc. Conocer todas estas cosas no invalida el quehacer profesional del docente, al contrario, le hacen tener una mayor capacidad para que ciertos conocimientos que transmitimos adquieran mayor relevancia o significatividad para el alumnado, incluso que podamos validar parte de su experiencia profesional, social o escolar ya vivida vinculándola a los conocimientos que pretendemos desarrollar.

Por eso hablamos de revisar las zonas de sentido que median dicho aprendizaje en el alumnado, porque a veces también es necesario que sean los/as propios/as estudiantes quienes dejen atrás ciertas concepciones que manejan respecto de su aquí y ahora en la universidad, o que cuestionen críticamente algunas de sus prácticas escolares y/o personales.

De la concepción programática a una concepción estratégica de la acción educativa

Si algo debe quedar claro – y ésta es una de las principales aportaciones de las tradiciones de formación ligadas a la práctica – es la necesidad de que abandonemos una epistemología técnica de la acción educativa, pues resulta inadecuada para mostrar el proceso de razonamiento práctico que los y las profesionales de la enseñanza universitaria emplean.

En primer lugar, el profesorado se aproxima a los problemas de su práctica como si fuera un caso único, esto es, una situación particular con características propias y complejas. Por tanto, la práctica docente debe entenderse como un espacio indeterminado, donde las diversas situaciones que en ella se dan no pueden resolverse aplicando algunas reglas teóricas o técnicas, pues “el caso no figura en el libro”.

En segundo lugar, y a raíz de lo anterior, no debemos pensar los problemas profesionales de forma externa a las situaciones de trabajo mismas. El desarrollo profesional docente necesita, entonces, reestructurar el problema, es decir: su percepción y comprensión, la interpretación y traducción de su naturaleza. La enseñanza universitaria más que un asunto de resolución instrumental medios-fines, funciona como una espiral de apreciación/acción/reapreciación de los problemas prácticos. Se trata de buscar formas de estructurar las situaciones-problema de forma que el docente pueda percibirlas y comprenderlas de un modo totalmente nuevo, y desde ahí aplicar soluciones nuevas.

En tercer lugar, estimamos necesaria precisamente la reflexión compartida respecto de las variadas formas que adopta el profesorado universitario para estructurar esos problemas de nuestra práctica, lo que nos llevará a considerar una cuestión a todas luces fundamental en la formación e innovación superior: los contextos reales de trabajo y los conocimientos tácitos que usamos, en tanto docentes, a la hora de desarrollar nuestro trabajo.

Por tanto, lo que defendemos aquí es la consolidación de un modelo profesional docente cercano a lo que hemos denominado como el del “práctico reflexivo” y que implicaría: (i) que en nuestro curriculum aparezcan situaciones prácticas, reales, problemáticas, abiertas a una variedad de interpretaciones; (ii) el desarrollo de capacidades en los discentes como: apertura a los otros, la observación de una situación profesional desde distintos puntos de vista; (iii) el establecimiento de procesos de reflexión en y sobre la acción, la lista en este caso puede ser larga: metodologías de investigación-acción, estudios de caso, aprendizaje basado en problemas o por indagación, métodos basado en proyectos, uso de herramientas biográfico-narrativas, etc.

Una última cuestión que no queremos dejar de subrayar. Considerar los problemas prácticos de nuestra práctica implica unir la acción educativa a la investigación, esto es, a la indagación y deliberación compartida de los fenómenos que ocurren en nuestro trabajo profesional, fenómenos que, no debemos olvidar, se caracterizan por su particularidad, contingencia e incertidumbre. Se trata de reflexionar sobre estas cuestiones no desde una concepción apriorística (acción programática), que cree poder eliminar del curriculum esas cuestiones, sino desde un planteamiento que reflexione sobre los mismos a lo largo del proceso educativo (acción estratégica) de forma que le permita alterar, modificar o reconstruir lo planificado.

Políticas culturales comprometidas en la Formación Permanente, el Asesoramiento y la Innovación Educativa

La cuestión del cambio en las escuelas, de la mejora de las prácticas educativas en su conjunto, sean éstas dirigidas al alumnado y las familias o centradas en el profesorado, las que priorizan la planificación, gestión e implementación de programas o aquellas que intentan solucionar problemas derivados de la interacción y las relaciones personales en las organizaciones, etc., requiere en cada caso de una mirada poliédrica que relacione entre sí prácticas ampliamente conocidas en nuestro mundo educativo: asesoramiento, formación permanente del profesorado, orientación escolar e innovación educativa.

Debemos ser conscientes de algunos dilemas que, de un modo más profundo o no, según el caso, caracterizan desde hace tiempo la función y desarrollo de los procesos de cambio en la escuela, centrándonos en este caso en el asesoramiento (Monzón, 2008):

-       Los contenidos del asesoramiento: ¿especialista externo o asesoramiento generalista?
-       Las tareas del asesoramiento: ¿expertos en contenidos o en procesos?
-       El liderazgo en el asesoramiento: ¿directividad o colaboración?
-       El estatus del profesional asesor: ¿complementariedad o simetría?
-       El compromiso con el proyecto de asesoramiento: ¿ayuda en la distancia o corresponsabilidad?

¿Cuál debe ser el modelo de referencia que podemos seguir en la formación permanente? Al menos sabemos por experiencia de algunas propuestas que difícilmente han dignificado la profesión docente ni mejorado la capacidad del colectivo de enseñantes de mejorar su práctica, pensar nuevas formas de relación con el alumnado a través del curriculum, propiciar el intercambio de experiencias y, mucho más importante, la voluntad y el deseo de visibilizar alguna de ellas. Usaremos aquí los escenarios de cambio propuestos por Rodríguez Romero (2001, pp. 46-49):

Por un lado, han sido bastante ruinosas aquellas prácticas formativas basadas en el asesoramiento vía experto gerencialista como estrategia reparadora del déficit del profesorado. Prácticas de apoyo que acentuaban el rendimiento y la calidad, neutralizando la voz del profesorado, en muchos casos acallada por el juicio de los técnicos, el sentido común de las familias y la necesidad de control del sistema escolar (vía pruebas estandarizadas).

Por otro lado, ya hemos advertido del peligro de ciertas propuestas que, amparadas en el desarrollo de la autonomía de los centros escolares y la responsabilidad del profesorado en su tarea, han buscado el establecimiento de ciertos indicadores de calidad como forma de diversificar la oferta educativa, en un claro intento por convertir el sistema educativo en un mercado administrado. Lo curioso del asunto es que el asesoramiento pareciera que únicamente es responsabilidad del profesorado, convertido en garante del proceso y del producto, mientras que los servicios de apoyo se convierten más bien en gestores de cambio.

Afortunadamente, nos queda aún mucho camino por recorrer en la definición de modelos de formación permanente que no se vinculen exclusivamente con cuestiones instrumentales de mejora de la escuela y de la educación, sino en los que también se hagan explícitos las coordenadas sociales, éticas e ideológicas que precisen cuáles son los fines que persigue, cuáles son sus contenidos y cuáles sus valores. En este último caso, entonces, se trata de convertir la formación permanente en una práctica que facilite el incremento de influencia social de los sujetos y los grupos, estimulando la creación de redes de colaboración y comunicación, y siempre con el propósito de mejorar su organización, reducir su aislamiento y construir comunidades.

Hablamos, entonces, en palabras de Rodríguez Romero de «asesoramiento y comunidad discursiva de las políticas culturales», una estrategia de convergencia en la que, incorporando grupos y culturas excluidas al curriculum y cuestionando los discursos de los grupos cuya identidad es dominante, se trabaje en la búsqueda de la emancipación social, siempre mediante la creación de acciones de apoyo situadas, locales, arraigadas en comunidades docentes de carácter participativo y colaborativo, y siempre mediadas por la incorporación de contenidos de trabajo ligados a su mundo de la vida, a sus temas vitales. A continuación, explicitaremos de forma sintética alguna de las líneas que pueden ser trazadas en la búsqueda de este tipo de comunidades a las que hacíamos ahora referencia.

Recuperar los procesos de reflexión sobre la práctica dando la voz al profesorado

Debemos ser totalmente conscientes de que, si bien hubo un momento histórico en el que los procesos de investigación-acción formaron parte del desarrollo profesional del profesorado, como forma de apoyo al trabajo docente y la innovación educativa, estamos totalmente de acuerdo con el profesor Martínez Bonafé (2007: 2) cuando dice que hoy no se hace investigación-acción en la mayor parte de las prácticas de asesoramiento y desarrollo docente, porque sencillamente no se necesita hacerla. Y esto él lo relaciona con los siguientes problemas:

-       ausencia de prácticas docentes e investigadoras en los centros de formación inspirados en los planteamientos de reflexión sobre la práctica, a lo que se une el vaciamiento de cualquier reflexión seria acerca del sentido social y democrático de los saberes escolares y de los saberes necesarios de la formación del profesorado;
-       los cambios sociales, ya mencionados al inicio de este trabajo, y que provocaron una oleada de demandas urgentes que la escuela ha intentado hacer frente, con el consiguiente efecto de pérdida del protagonismo del profesorado respecto del cambio curricular;
-       también el olvido de la tradición renovadora, abrazando y reforzando la figura del experto academicista como garante de la práctica profesional; incremento de la división social del trabajo, lo que trajo consigo una generalización del modelo de formación consumista basado en la acumulación de certificados de horas de asistencia a cursillos.


Frenar esta tendencia requiere de abrir (otros) caminos, algunos pueden ser nuevos y otros ya han sido trazados desde hace tiempo. En primer lugar, recuperando la batalla de la voluntad, del deseo de querer ser maestro o maestra, evitando toda tendencia a bajar la cabeza frente a ataques dirigidos desde los medios de comunicación, las tendencias del momento o las diversas administraciones estatales y autonómicas. En segundo lugar, se trata de incorporarnos a la tarea de educar haciendo análisis de lo que somos y hemos sido, de nuestras experiencias biográficas y profesionales, tratando de encontrar ahí nuevas formas de actuar autónomamente frente a regulaciones institucionales de corte neoliberal. En tercer lugar, debiéramos iniciar una lucha por definir e iniciar en nuestro trabajo nuevas formas democráticas ligadas a la participación y a la deliberación, cercanas a la experiencia de los y las estudiantes, la escucha y consideración de las distintas voces que pueblan nuestros centros educativos. El bienestar de otros agentes (alumnado, familias, etc.) también es el nuestro. El hecho de que ambos colectivos participen en investigaciones acerca de la educación que construimos, nos hará a todos y a todas más co-responsables del tipo de sociedad que queramos perfilar.

Nos parece aún hoy pertinente el movimiento del profesor investigador, y esto porque, entre otras cosas, ha permitido acumular procesos de reflexión sobre la práctica y capital cultural suficiente como para mantener viva la esperanza de que todavía es posible aprender a vivir la democracia reflexionando sobre nuestras experiencias, sobre el sentido de nuestra actividad. Probablemente, sólo desde ahí tengan aún sentido los servicios de apoyo a la innovación, el asesoramiento y la formación permanente.

Consolidar redes de intercambio de experiencias

Hacer cualquier proceso de innovación, ciertamente que no es tarea fácil. En ocasiones, esto se ha visto obstaculizado por la excesiva presencia en el mapa innovador de los diseñadores y del sistema clásico de adopción-implementación, inspirados ambos en los parámetros de la racionalidad técnica o instrumental. No cabe duda, entonces, que debemos ver la cuestión de la formación permanente, de la innovación y el cambio escolar, como una tarea colectiva, nunca aislada. Pero esta tarea colectiva ha tenido y tiene, a nuestro juicio, una marca común: la necesidad de imaginar y desarrollar experiencias de democracia directa, participativa, deliberativa o inclusiva.

El discurso de la democracia participativa, por ejemplo, se ha dirigido históricamente contra la democracia representativa, al considerar que la representación aliena la voluntad política a costa del autogobierno (Barber, 1984). Frente a ésta, se ha propuesto un modelo alternativo ligado a la participación directa de los ciudadanos mediante el respeto de sus preferencias, multiplicando además los canales de participación, al postular la figura del ciudadano activo como agente central del proceso.

La experiencia educativa vinculada a los movimientos de renovación pedagógica, puede ser un buen ejemplo de experiencias de democracia directa y autogestión. Por ejemplo, al calor de la Escuela Nueva y del movimiento de la Pedagogía Institucional, se desarrollaron todo un conjunto de técnicas de organización, de métodos de trabajo, de instituciones internas (consejos de aula), que situarían a estudiantes y educadoras en situaciones nuevas que requerían de cada una un compromiso personal, iniciativa, acción y continuidad (pedagogías activas), descubriendo además las posibilidades de auto-organización del grupo, de forma que toda la comunidad educativa pueda gestionar conjuntamente la formación, decidiendo horizontalmente los métodos, los objetivos, los horarios, los programas, etc. (pedagogías autogestionarias).

El discurso de la democracia deliberativa, por el contrario, nace para responder a preguntas como las siguientes: ¿y si la democracia no fuera el respeto y la satisfacción de preferencias ciudadanas, sino la posibilidad de que éstas se puedan desarrollar, afinar o modificar mediante la organización de un entorno institucional propicio? Ahora, la voluntad popular es el resultado de la transformación endógena de las iniciales preferencias (incompletas) de la ciudadanía, mediante información y discusión racional (Habermas, 2001). Pero, además, la identidad entre gobernantes y gobernados no se realiza por el peso de una mayoría, o por la negociación estratégica y la presión de sus actores colectivos, sino a través de la discusión abierta y mutuamente transformadora entre sujetos libres e iguales. Lo que se privilegia, entonces, son los entornos de decisión institucional cara a cara, una especie de democracia local que permite articular orientación práctica, democracia de base y técnicas participativo-deliberativas de toma de decisiones.

En educación, también son muchas las experiencias de democracia deliberativa de las que disponemos. Por ejemplo, el movimiento de Escuelas Democráticas (Apple y Beane, 1997; Martínez Bonafé, 2002). También los procesos de investigación-acción llevados a cabo por profesionales en la escuela obligatoria (Stenhouse, 1984; Elliott, 1990). Y, últimamente, la propuesta conocida como comunidades de aprendizaje (Flecha, 1997; Molina Ruiz, 2005), en donde conjuntos de individuos autónomos e independientes, partiendo de una serie de ideales compartidos, se obligan por voluntad propia a aprender y trabajar juntos, comprometiéndose e influyéndose unos a otros dentro de un proceso de aprendizaje. Estas experiencias dialógicas, junto con otras similares (escuelas aceleradas, aulas inclusivas), han tratado de responder a alguno de los problemas derivados de la sociedad informacional, el relativismo y etnocentrismo del capitalismo tardío, el multiculturalismo, etc., como son el fracaso escolar, la falta de oportunidades y el ascenso de la desigualdad social, que ha afectado principalmente a ciertos colectivos como el pueblo gitano, la población inmigrante, etc.

Finalmente, con el discurso de la democracia inclusiva, se reintroducen en el armazón social experiencias como las de los presupuestos participativos, la democracia consultiva o los sondeos de opinión, todas ellas ligadas a un doble objetivo: (i) adoptar decisiones vinculantes, no sólo a efectos consultivos o formativos de opinión desde ámbitos locales participativo-deliberativos; (ii) atender al poder que emana de la acción colectiva, fuera de las instituciones, generando grupos, movimientos e identidades que introduzcan nuevas demandas de acceso y voz en el escenario político. Se trata, en definitiva, de conjugar dos dimensiones comúnmente citadas en cualquier proyecto ligado a la justicia social: la dimensión de la redistribución (poder institucional) y la dimensión del reconocimiento (poder de la acción colectiva).

Sin duda que uno de los ejemplos de democracia inclusiva, lo encontramos en el trabajo de los Nuevos Movimientos Sociales y Redes Antiglobalización. Se trata de un movimiento de resistencia global (y local) opuesto a la forma capitalista liberal que adopta la globalización y a sus efectos: mundialización económica, desigualdades crecientes entre el Norte y el Sur, el desempleo, la exclusión social, la destrucción del medio ambiente, las guerras imperialistas, el ecofemicidio. Para ello se adopta una estructura organizativa horizontal de trabajo que, reconociendo la sociodiversidad, pretende articular entre sí, en un trabajo antisistémico, todas aquellas identidades negadas y expulsadas hacia la exterioridad socioeconómica y simbólica de la sociedad capitalista.

Uno de los desarrollos educativos que más ha orientado sus planteamientos hacia los principios de la democracia inclusiva es, sin duda, el movimiento de la Educación Popular[iii], sobre todo el inspirado en la pedagogía conscientizadora (Freire, 1973), la Investigación-Acción Participativa (Fals Borda, 1980) y las concepciones metodológico-dialécticas (Núñez Hurtado, 1999). Se trata de implementar diferentes procesos de formación y capacitación, a través de una metodología de acción-reflexión-acción que permita a los colectivos excluidos por el sistema el apropiarse de su práctica, todo ello con el objetivo de desarrollar una sociedad nueva, sustentable desde el punto de vista eco-político.

Redefinir el papel de la investigación educativa: principios de procedimiento para iniciarse en el saber comprometido

Primer principio: contra la expropiación del saber docente (de algunas claves que nos permiten iniciar y consolidar redes de investigación críticas…y otras que no)

Podríamos decir que adquirimos nuestra condición “humana” cuando somos el sujeto de nuestros comportamientos, esto es, cuando nuestra práctica comprende el conocimiento y cuando nuestro conocimiento comprende la práctica (Fernández de Castro y Rogero, 2001). Por tanto, y en primer lugar, toda consideración democrática que hagamos sobre la educación ha de pasar inexcusablemente por identificar dicha actividad con el conocimiento de uno mismo, de su entorno y de sus conocimientos. Se trata de, por un lado, acceder al conocimiento de la sociedad en la que vivimos, pero, además, se trata de alcanzar la condición de sujetos porque en nuestro aprendizaje hemos actualizado nuestras capacidades, desarrollado nuestras potencialidades de ser sujetos, nuestra capacidad y hábito de “conocer”.

Y sin duda que esta actividad es enormemente costosa y difícil. Ser sujetos de la propia vida supone una actividad compleja porque la actividad de conocer históricamente ha estado ligada demasiado a menudo con la expropiación, al menos en dos formas: en una, la división técnica (según conocimientos especializados) y social (según escala de mando) ha supuesto un mecanismo muy eficaz de control del trabajo, de su organización y de sus resultados; en la otra, porque esas mismas divisiones han supervisado y conformado las actividades de conocer separando, a través del poder social, las secuencias relacionadas con el conocimiento y las personas que las llevan a cabo, rompiendo así la unidad del proceso y lo que es aún mucho más grave, destituyendo al sujeto de su capacidad de pensar, decidir, ejecutar, reflexionar y evaluar en tanto sujeto libre y responsable de su propia vida.

En resumen, no es poca la tarea que tenemos por delante si queremos ser sujetos de nuestro propio trabajo. El camino de lo realmente público pasa por autodeterminarnos como sujetos emancipados de aquello que nos sujeta y nos impide conocer, en un contexto donde hay demasiados intereses que nos impiden ser. Entonces, para ser sujetos no nos queda más remedio que navegar entre sentidos diferenciados, algunos de los cuales pretenden darnos hecha la actividad de conocer, por lo que debemos practicar el deslizamiento, buscando en otros lados (y con otras personas también sujetadas) elementos significativos para la enorme tarea que supone la de ser sujeto (emancipado).

Hemos visto que no podemos ser sujetos emancipados (no sujetados) sin tener la capacidad de decidir acerca de la actividad de conocer en sus diversas fases. Pero, desgraciadamente, a veces esto no es suficiente para adquirir nuestra condición de sujetos, de ahí que sea necesario organizarse como sujetos colectivos para suprimir esas sujeciones. Es de la conformación de un “nosotros-colectivo” de lo que voy a hablar a continuación.

Uno de los problemas fundamentales para la conformación de un nosotros realmente democrático es que, en demasiadas ocasiones, la relación dialéctica entre los sujetos/sujetados particulares (que luchan por su emancipación) y el sistema en el que se organizan, se resuelve a favor de éste último (Fernández De Castro, 1993). Y así, surgen sociabilidades autoritarias a través de la consolidación de los más fuertes, de los más sabios, para proteger sus privilegios y, en último término, para reproducir un sistema que impide la construcción de sujetos no sujetados. En esa relación dialéctica los sujetos particulares se convierten en “medios” y no en “sujetos”, consumiendo el sistema todas sus energías.

La consolidación de esferas públicas pasa por el establecimiento de un “nosotros” conformado por aquellos que toman conciencia de que la vida transcurre y se consume entre la expropiación de su poder y la atribución del poder del sistema para que lo ejerzan en su nombre. Se trata de tomar conciencia, en definitiva, de nuestra vida en tanto sujetos sujetados que nos organizamos con otros sujetos particulares también sujetados por razones de emancipación y que, esto es lo importante, inician la actividad de conocer desde una posición de “sujetos” colocando al sistema en la posición de “medio”. Por tanto, se trata de recuperar el ejercicio del poder por parte del sujeto “nosotros” que combate la expropiación haciendo suya una de las significaciones imaginarias ligadas a lo público: “pueblo que puebla y que ha recuperado el habla”.

Sin embargo, la consolidación de ese “nosotros” de sujetos emancipados para constituirse aún tiene que ocuparse de otro problema: ¿con quiénes hemos de juntarnos para lograr el objetivo personal (y colectivo) de adquirir (todos) la condición de sujeto de nuestra propia vida? El sentido común respondería diciendo aquello de “con quien quiera emanciparse”. Sin embargo las cosas no son tan fáciles. Y no lo son porque, en primer lugar, sabemos del papel hegemónico que juega el orden social en nuestra vidas, no sólo haciéndonos víctimas del sistema sino, mucho más cruel, naturalizando ese dominio haciéndonos creer que es el único posible.

Por lo tanto, no basta con que queramos situarnos al lado de las víctimas, porque, en segundo lugar, esta opción ética debe ir acompañada de un análisis político que interprete la realidad social en la que vivimos, algo de esto hemos dicho anteriormente cuando hablábamos de la dificultad de ser sujetos ante la diversidad de sentidos con los que tenemos que hacer frente, en muchos casos antagónicos entre sí. Pero, además, este ponerse al lado de las víctimas no puede consistir únicamente en una posición observacional y participativa, pues también desde una posición funcional o reproductora del sistema se pretende entrar en el horizonte práctico de las víctimas como recurso eficaz para integrarlas en el orden social que les impide adquirir la condición de sujeto emancipado. Antes al contrario, esta posición “junto a” debe servir a la (costosa) tarea de eliminar toda sujeción sobre ellas.

En definitiva, no todas las experiencias que se califican así mismas como democráticas por el hecho de ejercer una construcción colectiva del saber, realmente lo son. Conviene recordar que las relaciones de saber en el capitalismo han sido siempre relaciones de explotación[iv] (Montañés, 1993). Hay un peligro evidente en muchas de las propuestas actuales de investigación participativa, y éste no es otro que el de ser funcionales a los intereses del neoliberalismo mediante el uso de sistemas dialógicos y reflexivos a través de los cuales se consigue la participación de los trabajadores en su propia dominación. Se produce una apropiación del método dialógico, negando el componente inevitablemente práxico que debe tener el compartir experiencias y visiones del mundo (Macedo, 2001). La investigación social crítica, entonces, puede generar más problemas de los que pensaba resolver, si establece un proceso de investigación en el que la información obtenida sobre los sujetos es utilizada para regular sus actividades, para mejorar, por ejemplo, la tasa de rendimiento de la organización (como así sucede en los círculos de calidad posfordistas). Como bien señalaba Jesús Ibáñez: “la jerarquía nos vence, la camaradería nos convence”.

Segundo principio: la democracia es un estado de madurez de un colectivo[v] (por una geopolítica del conocimiento profesional…“soy desde donde pienso”)

Lo público debe descansar sobre el referente “pueblo”, esto es, un conjunto de ciudadanos iguales y libres, solidarios, comprensivos y tolerantes, sujeto colectivo de un poder social, pueblo que se organiza en democracia para ejercerlo. Sin embargo, hay algo que amenaza ese estado de madurez, convirtiéndose en un problema: que el pueblo devenga en masa. Y el concepto de masa viene asociado, a su vez, a dos cuestiones: “falta de madurez” y “alienación”.

Desde el pensamiento liberal, esta cuestión se ha resuelto por medio de la circulación en el espacio público de una serie de saberes y valores universales vinculados a cuestiones como: el uso de la razón, la realización de (ciertos) principios universales, el respeto por los derechos del ser humano, la igualdad ante la ley, la universalidad del derecho, etcétera. Dichos saberes y valores  se hayan localizados en unos contenedores (las disciplinas científicas) que deben hacerse circular en la arena pública a través de ciertos agentes profesionales (intelectuales ilustrados), una élite “madura” responsable de transmitir el conocimiento racional necesario para que el pueblo deje atrás la “minoría de edad” y obtenga la condición de ciudadano.

También hemos aprendido del materialismo histórico-dialéctico, que nuestras narraciones y acciones sobre el mundo están mediatizadas por intereses (de clase) cuyo efecto último es el de ocultar una realidad caracterizada por la opresión económica. La alienación no es más que la conformación de una (falsa) visión de las cosas que los individuos interiorizan, a través de estructuras y/o aparatos ideológicos (familia, religión, sistemas educativos, cultura popular, etc.) que imponen ciertos sentidos hegemónicos asociados a los circuitos capitalistas de producción, distribución, consumo y relación social.

Para salir de este estado de inmadurez o de “falsa conciencia”, la masa se ve necesitada de tutela por una vanguardia (educador crítico, intelectual orgánico) que pretende desideologizar a aquélla mediante la transmisión de una serie de saberes críticos racionales, a través de los cuales la masa (convertida ahora en proletariado) se une a una tarea universal de erradicación de la explotación.

Estos dos modos universales de terminar con la alienación (intelectual ilustrado u orgánico) han estado vinculados a una época geohistórica cuyo origen lo encontramos en los principios de la revolución francesa y que se extendió hasta, por lo menos, el final de la segunda guerra mundial. Pero, a partir de la década de los sesenta, hemos visto emerger una concepción bien distinta respecto del saber necesario para alcanzar ese estado de madurez vinculado a la idea de pueblo.

Desde entonces, ya no se trata de reconocer e incorporar una serie de verdades universales que deben ser reveladas y transmitidas a los demás, sino, más bien, asumir la tarea de reconocer las potencialidades existentes en las diversas y divergentes modalidades de existencia, una especie de universalismo negativo (Santos, 1989) o situado (Galcerán, 2006) que nos obliga a deconstruir permanentemente un sistema de verdades heredado del pensamiento ilustrado, a saber: (i) una estructura del conocimiento bimodal (Filosofia-Humanidades/Ciencia) donde el primer término se ocupaba de lo bueno y lo bello, mientras que el segundo tendría el monopolio de lo verdadero; (ii) que son los científicos a quienes les corresponde decidir y legislar sobre la verdad; (iii) defender la linealidad en el desarrollo de los procesos evolutivos (sean de los ecosistemas o del conocimiento), no reconociendo la excepcionalidad de las situaciones de equilibrio y la creatividad en los procesos caóticos (Prigogine, 1996); (iv) que haya unos posiciones (universales) respecto de la vida humana, ocultando toda localización geopolítica respecto de un saber que, al igual que la economía, se organiza en centros y periferias (Mignolo, 2001); (v) que podamos confinar dichos valores universales en el reino de lo bueno, de lo bello y de lo verdadero; (vi) el desprecio de la racionalidad del Otro, lo que debe llevar a una tarea insurgente por rescatar saberes menospreciados u olvidados (Foucault, 2003) que permitan una relación hermenéutica del yo-tú, no una relación yo-cosa.

Tercer principio: las culturas investigadoras como caja de herramientas…abriendo el cajón de sastre

Tomaremos como principal referencia la sugerencia de Foucault respecto a concebir la teoría como caja de herramientas, esto es, la conveniencia de usar nuestro saber profesional y el papel que jugamos como intelectuales dentro de las instituciones para ayudar a desvelar los discursos que nos atraviesan, y en cierta medida, conectar nuestra actividad a las luchas cotidianas que individuos y movimientos sociales realizan diariamente para transformar el orden social que nos somete. Sin embargo, esta tarea de concebir la función social de la investigación, a nuestro juicio sólo es posible si al menos consideramos tres características básicas para desarrollar y consolidar redes de investigación críticas: investigación basada en las ausencias, investigación apoyada sobre la traducción e investigación para la articulación.

La investigación como pedagogía de las ausencias parte de realizar una crítica de lo que podemos denominar como “lógica de producción de la no-existencia”. Se trata de una crítica a esas formas de acceso a la realidad por negación, es decir, experiencias, entidades, formas de pensar o de actuar que son consideradas irrelevantes, no–cualificadas, descartándolas de forma irreversible.

Lo ignorante, lo primitivo – premoderno – subdesarrollado, lo inferior, lo local, lo improductivo, aparecen como las formas sociales en las que esta lógica de la no–existencia se materializa. ¿Qué efecto produce? La sustracción del mundo y la contracción del presente. En palabras de Santos (2005. 151 – 195): “Esta lógica de producción de la no – existencia muestra como la falta de experiencia social se traduce, en realidad, en desperdicio de la experiencia social”.

Con la investigación como pedagogía de la traducción, se trataría de implementar un procedimiento que permita crear sentidos compartidos a partir de las experiencias disponibles tanto como de las posibles. El punto del que podemos partir, para crear sentidos compartidos e inteligibilidades recíprocas, se sitúa en la necesidad de entender que todas nuestras modalidades de existencia son incompletas, por lo que necesariamente, tenemos que enriquecer dicha incompletud a través del diálogo y la confrontación con esas otras culturas o formas de estar en la historia–mundo.

Para la pedagogía de la traducción, la subjetividad se produce en espacios sociales constituidos históricamente; por tanto, los sujetos, al iniciarse un proceso de investigación reflexiva, participan de una estructura que, en su seno, acoge toda una serie de «prácticas sociales en curso» (Drier, 1999: 28): prácticas propias de la interacción investigador-investigado, prácticas procedentes de otras zonas de subjetividad social (elementos de género, elementos derivados de una determinada posición socioeconómica, elementos relacionados con las costumbres sociales o familiares, etc.). Por tanto, no se pretende la constitución de un sujeto individual emancipado, sino de una subjetividad social libertaria, esto es, individuos que se colocan activamente frente a la experiencia de investigación conscientizadora/alfabetizadora (la cual también, no lo debemos olvidar, es una zona de subjetividad social, con su propia historia, con sus propias leyes e intereses en juego).

La investigación como pedagogía de la traducción, entonces, deviene en heterotopía, reconociendo que los procesos de reflexión siempre se articulan  sobre un espacio de no–saber que hemos de admitir, una incompletud que no es posible erradicar, lo cual siempre es una motivación para continuar ese proceso de inteligibilidad compartida. Dicha incompletad deriva, a nuestro juicio, de la necesidad de incorporar en nuestros procesos de investigación de los ideologemas, del horizonte sociocultural de los sujetos. De ahí que hablemos de subjetividad social, para referirnos precisamente a la necesidad de incorporar las tramas ideológicas (sociohistóricas) a nuestros procesos reflexivos.

Sin embargo, pensamos que la inteligibilidad de los discursos no garantiza un proceso práxico de transformación de la realidad que vivimos. La investigación como pedagogía de la articulación necesita de elementos que dislocan, rompen con la estructura social institucionalizada. Dichos elementos están presentes en aquellas diferencias irreconciliables con lo instituido hegemónico. Son esas divergentes posiciones de sujeto, originadas a partir de múltiples experiencias: “como mujer”, “como estudiante”, “como persona implicada en un proyecto nacional”, “como sindicalista”, “como sujetos precarios”, etc., desde las que, en definitiva, debemos partir para generar procesos liberadores.

En definitiva, la clave del asunto es que no son las posiciones a priori de los sujetos las que garantizan un proceso de transformación social. Más bien, son sus procesos creativos, articulatorios, instituyentes, los que dictaminarán (o no) la dislocación del orden social hegemónico, aún sabiendo que ésta se halla amenazada por fronteras internas y externas inherentes al proceso investigador en tanto estructura política, siempre “por hacer”.


PRESENTACIÓN MONOGRÁFICO “LA EDUCACIÓN…DE NUEVO TAREA URGENTE EN EL CAPITALISMO NEOLIBERAL”

Innovar, como ejercicio de repensar(se) en clave futura, supone inmiscuirse conscientemente en caminos azarosos, negando más de una aparente evidencia, adentrarse en el precipicio de los márgenes. La selección de trabajos que se convocan en el presente número de la RIFOP parte de esta premisa, invitándonos a transgredir la comodidad del uniforme discurso y mirarnos, mirar nuestra práctica docente, desde fuera y sobre todo, hacia delante.

El Editor de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado (RIFOP), José Emilio Palomero, abre el presente monográfico con una revisión en perspectiva del tránsito que ha ido recorriendo la revista desde su fundación. A pesar de mantener intactos algunos de los valores esenciales, la publicación ha asentado de forma ininterrumpida una vocación de servicio al sentido de la educación y lo formativo desde una perspectiva crítica, progresista e innovadora, valores que ha sabido compartir con su versión electrónica, la REIFOP.

Remei Arnaus, profesora de la Universidad de Barcelona, se muestra como docente, o componente del ecosistema formativo que construye en su aula, en la reflexión sobre los fenómenos creados cada año en clave de práctica cultural civilizadora y política, dentro del Grado de Educación Social. Bolonia debiera ser esto, entender la responsabilidad social del encargo docente, pero desde una sensibilidad constante de acompañamiento, de generar caminos para explorar que potencien el conocimiento y la pasión por la mejora evolutiva a la profesionalidad, del alumnado.

En el trabajo recogido en este número, Jaume Martínez Bonafé retoma la mirada sobre las reforma (contrarreforma, antirreforma, atropello, hoja de ruta, tecnicismo…según el enfoque de análisis) de Bolonia. Para ello, entra en diálogo con el hurtado debate por los poderes públicos sobre la cuestión con la comunidad educativa y la sociedad en general. Su opinión, fundada en años de estudio y experiencia, supone un lúcido referente del camino recorrido y de algunas pistas abiertas para adentrarse en el desarrollo, que estimulan a mejorar la propuesta práctica que nos sucede en las aulas.

En el ámbito de las políticas educativas, el presente número cuenta también con el trabajo de la profesora de la Universidad de Málaga, Carmen Rodríguez, que analiza en clave propositiva -desmontando algunos argumentos recurrentes- la paulatina imposición de la LOMCE en los centros educativos. Finalmente se asiste a la dualidad -dejando atrás muchos matices- sobre la consideración de la educación como un derecho público, bien común de presente y futuro y fin en sí mismo; o como un tránsito preprofesionalizante destinado a preparar para insertarse de manera silente en un engranaje global. Se sacrifican también los esfuerzos por la cohesión a cambio de la selección, los programas civiles y de ciudadanía frente a la individualidad.

El profesor Luis Torrego de la Escuela Universitaria de Magisterio de Segovia, presenta en su artículo un contundente argumentario en defensa de la educación pública, que experimenta en el presente un ataque frontal. En el análisis, se comparten razones para la reacción, válidas tanto para la formación inicial del profesorado como en los centros educativos.     

José Contreras aporta desde la Universidad de Barcelona, su visión sobre la pertinencia del saber de la experiencia en la formación inicial del profesorado, fruto de un proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación. Habituados al peso de los saberes disciplinares y la necesidad de complementar, redimensionar más bien, la interacción teoría-práctica con la puesta en valor de aspectos consustanciales, siempre presentes, pero en muchas ocasiones infravalorados o negados como la intuición, presentimientos, improvisaciones, sentimientos, etc. del profesorado.

José Juan Barba y Gustavo García, desde la EU de Magisterio de Segovia, plantean en su artículo la necesaria reflexión sobre la socialización del profesorado en el centro educativo, a caballo siempre entre la reproducción miope de lo establecido, en la perpetuación de enfoques y metodología, y un análisis más consciente y mediado, por ejemplo a partir de experiencias de investigación-acción. Hasta dónde se escucha a la profesión y a la infancia, hasta qué punto advertimos vicios en la fijación de estructuras y procedimientos basadas en la experiencia positiva, que cualquier desarrollo docente posibilita.

José Luis Aróstegui, desde la Universidad de Granada, profundiza en el desarrollo de la identidad profesional del profesorado especialista de música. El trabajo tiene en este segundo apartado un aspecto que suma relevancia al mismo, puesto que el corpus de estudio y reflexión sobre los especialistas disciplinares asociados a núcleos como la identidad social, todavía tiene en nuestro país un apasionante discurso que consolidar. Y más cuando los actuales posicionamientos legislativos en materia educativa gustan de desconocer materia tan esencial. 

En relación con el anterior, el profesor Lucio Martínez desde la Escuela Universitaria de Palencia, aborda en su trabajo la incidencia que en su opinión debe tener la asunción de la corporalidad en el establecimiento de los principios de actuación del profesorado, ya desde la formación inicial. La educación física, especialmente, parece estar obligada a reivindicar de forma constante su pertinencia, confinada con incomprensible facilidad a un papel accesorio. A partir de su idea central, propone cinco bloques de contenido que articulan de forma armónica la consideración de la experiencia corporal. Como el momento transversal por excelencia, pensar con este enfoque las prácticas profesionales, puede ser de gran interés.

Consol Aguilar, de la Universidad Jaume I de Castellón, pone nuevamente el acento en la urgencia que representa en la formación inicial del profesorado, una atención más significativa a las cuestiones de género desde una perspectiva crítica. Visibilizados ya los aspectos más representativos de los perjuicios que el patriarcado provoca en nuestra sociedad, las resistencias siguen siendo patentes y las soluciones, aún demasiado lejos, a pesar de los avances.

Por su parte, Villagrá, García, Carramolino, Gallego y Jorrín reivindican, desde la Facultad de Educación y Trabajo Social de Valladolid,     la vigencia de la escuela nueva en un sentido general para el desarrollo profesional docente, al tiempo que tejen lazos fructíferos con el uso de las TIC en el estudio de caso de una escuela rural. Así, tras un interesante recorrido sobre lo que fuimos -y en gran parte no debimos olvidar-, el trabajo desemboca en el análisis de un centro concreto del entorno rural vallisoletano, con el desarrollo del proceso colaborativo en torno a una plataforma propia generada en el formato wiki.

Teresa García, de la Universidad de Almería, fue responsable de sintetizar las aportaciones de una de las mesas de debate del XII Congreso Internacional de Formación del Profesorado, desarrollado en la UVa. El tema fue concretamente "Investigación e intervención social y educativa emancipadoras". La autora en esta aportación establece un doble eje interpretativo, en aras a construir en la interacción universidad-escuela-comunidad, por un lado, y en cómo la primera puede articular las acciones de docencia-investigación-extensión.

Finalmente, el monográfico culmina con el artículo del profesor de la Universidad de León Enrique J. Díez, que incide un poco más en las voces que abogan por reflexionar sobre el concepto de crecimiento asociado a la educación y la formación del profesorado, el cual, como el desarrollo de las ciudades o naciones, parece configurarse como un camino de obligado avance, aunque de destino incierto (en el mejor de los casos). El decrecimiento plantea, como sabemos, desprenderse y abrir la mente para recuperar esencias y vivir mejor pero con un impacto menor sobre lo que necesitamos para ello.  

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[i] Han sido especialmente reveladoras posiciones como las de Fernández Liria y Alegre Zahonero (2004), quienes denuncian que las reformas y estructuras educativas padecen lo que ellos llaman «ilustración invertida», esto es, un fenómeno en el que se ha renunciado a cualquier intento de reflexión científica autónoma en nuestras instituciones escolares, dejando dicha función a la especulación empresarial y los intereses del capital.

[ii]  Buena parte del análisis realizado sobre la racionalización y proletarización del trabajo docente, ha sido tomado del trabajo de Martínez Jaén (1988). También recomendamos el estudio realizado sobre el Desarrollo Profesional Docente desde la revista Trabajadores de la Enseñanza (CC. OO., 2003), así como los monográficos dedicado a la Profesión Docente en Revista de Educación (2004) y Cuadernos de Pedagogía (2007). De especial interés nos parecen, además, los ensayos del sociólogo Fernández Enguita (2001): «A la búsqueda de un modelo profesional para la docencia: ¿liberal, burocrático o democrático?», y de Martínez Bonafé (1999): «Análisis de la estructura del puesto de trabajo docente».



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