"La universidad constituye un espacio de privilegio para colaborar en la eclosión de otros mundos posibles, centrados en la promoción directa de bien común. En su lugar, se encuentra sumergida en procesos que la desnaturalizan y en tal grado contraproducentes, que puede ser concebida como la Universidad Absurda. En paralelo, los movimientos sociales surgen mucho más cercanos del anhelo de bien común, con una densa experiencia de acción. La confluencia de universidad y movimientos sociales pueden abrir una puerta a la esperanza de un engendro mixto, potente y decididamente orientado al mundo mejor necesario" (Vicente Manzano-Arrondo y Azril Bacal Roij).
En este post se ofrece una primera versión, en formato blog, del editorial correspondiente al número 80 (28.2) Agosto 2014, de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado. En él se publica una monografía titulada Universidad y Movimientos Sociales, que ha sido coordinada por Vicente Manzano-Arrondo y Azril Bacal Roij.
EDITORIALEn este post se ofrece una primera versión, en formato blog, del editorial correspondiente al número 80 (28.2) Agosto 2014, de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado. En él se publica una monografía titulada Universidad y Movimientos Sociales, que ha sido coordinada por Vicente Manzano-Arrondo y Azril Bacal Roij.
Que la universidad ha de estar en la calle es un clamor en pequeños sectores. Se reclama y practica por parte del activismo, sea a nivel individual o a partir de los movimientos sociales universitarios. Y se legisla desde los gobiernos convencidos de que las universidades públicas tienen una presencia excesiva. Como remedio, normativizan la salida de los miembros de la universidad a la calle, si bien esta vez para quedarse en ella.
A diferencia de estos pequeños
sectores, para el grueso universitario, la calle no es visible. La universidad
se ha construido desde un imaginario academicista que encuentra su caldo de
cultivo ideal entre densos muros cubiertos por libros. A ello se sumó el ánimo
de buscar la verdad, no cualquiera, sino aquella que puede formalizarse matemáticamente
en laboratorios que interrogan lo pequeño, o en observatorios que cosquillean
la inmensidad del universo. Por si la ausencia de la calle fuera poca, la
última moda, asfixiante donde las haya, exige a estudiantado y profesorado
sumergirse en un estrés continuo absolutamente incompatible con la reflexión,
la autonomía y el compromiso social. Son empujados al sueño etéreo de ser los
mejores, un destino fatal al que la insensatez estupidizante se afana en
abocarnos. El estudiantado es instruido, a través de férreos horarios y
sistemas de exámenes mal denominados evaluación continua, hacia la competición,
la auto-salvación, la versatilidad, la adaptabilidad y la priorización de una
salida laboral siempre frágil. El profesorado es reducido a una máquina de
publicación en revistas indexadas en el Journal Citation Index, cuyo logro es
condición necesaria para su existencia laboral. Todo ello es aderezado
convenientemente con las cada vez más presentes listas de ordenación o rankings.
Estos mecanismos permiten que las personas y las instituciones puedan hipotecar
su existencia en la lucha continua por llegar y mantenerse en posiciones
eternamente disputadas.
Frente a este panorama tan actual
como poco halagüeño, se escucha de fondo la voz que exige a la universidad
salvarse mediante la misma estrategia que puede convertirla, por fin, en una
institución al servicio de las mayorías oprimidas, sembrando todo su
conocimiento para la cosecha de bien común.
Es necesario que esa voz de fondo
alcance cotas más sonoras.
Quien siente en su cuerpo la
enfermedad, deseará llegar a las manos de un buen profesional de la medicina.
Un buen zapatero garantiza un buen calzado. ¿En quién confiar el diagnóstico y
las soluciones a los problemas del mundo? En cualquier época, la respuesta se
encuentra siempre en manos de la sabiduría. Nuestro cerebro no ha variado en
los últimos miles de años. Seguimos siendo ejemplares felizmente diversos de
homo sapiens sapiens. Al menos desde que la historia comienza su andadura con
los primeros textos escritos, sabemos que las grandes preocupaciones de la
humanidad han sido siempre las mismas. Por este motivo, los escritos de las
voces sabias de la antigüedad, tanto como otras más recientes en los siglos
previos, han coincidido en identificar los mismos problemas, relativos a la
guerra o la paz, la salud o la enfermedad, la felicidad o la tristeza, la
libertad o la esclavitud, el conocimiento o la ignorancia, la educación o la
barbarie... Por este motivo asombra que la evolución de la sociedad se haya
ceñido básicamente a un desarrollo tecnológico exponencial que nos mantiene en
un baño de entretenimiento opaco.
Necesitamos universidades sabias y,
por ello, capaces de rebelarse ante la estupidez persistente de clases políticas
que se afanan en mantener estancada la evolución humana, desplazando el avance
hacia mundos ajenos. Seguimos temiendo a la delincuencia de barrios bajos, a
enemigos externos, a la enfermedad, a la falta de sustento, a la esclavitud...
pero esta vez lo comunicamos por Whatsapp.
Mientras
la universidad ha seguido obedientemente el juego de cada momento, los
movimientos sociales mantienen viva la llama de la esperanza, señalando los
problemas que se sufren en la calle, los retos para la construcción de mundos
mejores, y el mecanismo básico y universal del trabajo colectivo centrado en el
cuidado y en la preocupación por la otredad. La universidad necesita ese
alimento para revitalizarse, para plantar cara y gritar que se acabaron las
estupideces, que va siendo hora de las decisiones basadas en la sabiduría.
El Consejo de Redacción
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