Cuando yo era pequeño, el día de Jueves Santo las campanas se quedaban repentinamente en silencio, siendo sustituidas por carraclas y carranclones que anunciaban días de pasión, que por otra parte se convertían en una ocasión lúdica y festiva para los niños del pueblo.
El día de Jueves Santo, en el momento en que el sacerdote iniciaba el cántico del "Gloria in excelsis" (himno propio de las liturgias católicas y ortodoxas), las campanas comenzaban a repicar con fuerza y de forma festiva, ofreciendo a todo el pueblo una sensación de alegría, al mismo tiempo que en el interior de la Iglesia -en el altar mayor- uno de los monaguillos agitaba con brío las esquilillas.
Después, al terminar el "Gloria", las campanas y las esquilas se quedaban mudas, permaneciendo en silencio hasta el siguiente “Gloria”, el del Sábado Santo, que el sacerdote entonaba durante la Vigilia Pascual. En este momento se rompía el silencio de las campanas, símbolo de la muerte, y volvían de nuevo los tañidos atronadores y festivos, que anunciaban desde el campanario la resurrección y la vida. Una especie de himno de la alegría.
Por otra parte, desde el Gloria del Jueves Santo hasta el Gloria de la Vigilia Pascual -ya bien entrada la noche- campanas y esquilas eran sustituidas por carraclas y carraclones, las primeras un tanto chillonas, las segundas de sonido más bronco. Y así, el silencio del campanario dejaba paso a la percusión seca, desapacible y horrísona de aquellas carracas de madera que tanto apasionaba tocar, durante estos días, a todos los niños del pueblo. Un auténtico juguete para nosotros.
En aquellos tiempos cada uno de los niños teníamos nuestra carracla, un instrumento musical de percusión, de la familia de los idiófonos, a la que también pertenecen castañuelas, maracas, platillos, xilófonos, sonajas, cascabeles o matracas...
Para nosotros, el uso de la carracla (muy popular y cargada de grandes significados en la cultura tradicional), estaba prácticamente reservado, año tras año, al Jueves, Viernes y Sábado Santo. Con nuestras carracas o carraclones, los niños de mi pueblo, todos juntos, en pandilla, íbamos anunciando, calle por calle, los actos a celebrar durante esos días, es decir, los oficios de la Semana Santa.
Quiero destacar que la carracla (instrumento que a pesar de su popularidad tiene escasas posibilidades musicales, aún cuando haya sido usada ocasionalmente por algún que otro músico clásico), nos resultaba, en aquellos días de luto y silencio, especialmente atractiva a los más pequeños del pueblo, siempre dispuestos, como todos los niños del mundo, a jugar con cualquier instrumento ruidoso. Las tomábamos con nuestra mano por el manubrio y a base de movimientos giratorios del brazo las hacíamos sonar ruidosamente, volteando toda la armadura del instrumento. Era el roce de su rueda dentada con la lengüeta la que provocaba su peculiar y desasosegante música.
A mi juicio, esta especie de fiesta de las carraclas, que los niños celebrábamos año tras año durante unos días en que las campanas enmudecían a causa del luto, tenía un cierto morbo. Quiero decir con ello que la Semana Santa representaba para los niños una ocasión excepcional para meter ruido con el beneplácito de los adultos. Era como tener permiso para transgredir el silencio, para agredir de forma descarada, y sin riesgo de ser castigado, los oídos más blandos y los más duros, para saltarse sin consecuencias el nivel máximo de decibelios permitido en la silenciosa llanura castellana. Los niños teníamos durante estos días todas las bendiciones, incluidas las eclesiásticas en tiempos del nacionalcatolicismo, para meter un ruido atronador a lo largo y ancho de todo el pueblo, con la ventaja añadida de que no había autoridad alguna que pudiese prohibir aquel ruidoso concierto de percusión, con sus sonidos, más chillones o más broncos, según cada carraclón o carracla, pero en cualquier caso desapacibles y secos. Y este ruidoso concierto se repetía varias veces al día, y por todo el pueblo, cada Jueves, Viernes y Sábado Santo, sin posibilidad alguna de represalia por parte de autoridades, padres o cualquier otro adulto: ¡Menudo privilegio!
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