¿Una pedagogía sin atributos? (María Silvia Serra y Estanislao Antelo)































La Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado publica en su número 77 (27.2) Agosto 2013 (actualmente en imprenta) una monografía titulada "Pedagogía Crítica, treinta años después", de la que son coordinadores César Cascante Fernández y Jaume Martínez Bonafé.

Ofrecemos seguidamente uno de los trabajos que se publican en la misma: ¿Una pedagogía sin atributos?, cuyos autores son María Silvia Serra y Estanislao Antelo.


¿Una pedagogía sin atributos?

Resumen: Este artículo se propone revisar la posibilidad de una pedagogía crítica y desplegar los alcances y los límites de la noción de crítica para el pensamiento pedagógico. Los autores repasan las implicancias del pensamiento crítico en el campo pedagógico desde que emergiera como corriente. Por otro lado, exploran la potencia de una pedagogía que no necesita connotaciones para sostenerse productiva. 


Palabras clave: Pedagogía, Crítica, Pedagogía crítica

A pedagogy without attributes?

Abstract: The aim of this article is to review the possibility of a critical pedagogy and to deploy the scopes and limits of the notion of critique for pedagogical thought. The authors review the implications of critical thinking in the field of education since it emerged as a current of thought. They further explore the strength of a pedagogy that does not need connotations to remain productive.

Keywords: Pedagogy, Critique, Critical pedagogy, Radical pedagogy


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Nuestro encuentro con la pedagogía crítica se produjo en unos años extraños, los años de la pos dictadura argentina. En los ámbitos académicos, luego de muchos años de silencio, se imponía cierta necesidad, -por momentos entendida como deuda-, de recuperar las voces acalladas que en los 70 habían desestabilizado muchas certezas en el campo educativo, y dudar de todo lo que proviniera de afuera, especialmente si era del país del norte. Recién graduados ambos, cierta incomodidad con ese presente nos llevaba a buscar en un radio más amplio de campos teóricos otras herramientas para pensar los imperativos de la época. En uno de esos derroteros, en un seminario de doctorado Adriana Puiggrós puso en nuestras manos el texto Pedagogía crítica, resistencia cultural y la producción de deseo, de Peter McLaren (1995), una voz que articulaba, en el campo educativo, muchas de nuestras inquietudes teóricas. Allí, la pedagogía crítica se presentaba a sí misma como un pensamiento contextualizado, que pretendía releer las teorías críticas desde otros contextos de enunciación y habilitaba un diálogo con otras voces: el psicoanálisis, el posestructuralismo, el posmarxismo. McLaren introducía en el análisis pedagógico la centralidad del lenguaje y las dudas sobre su transparencia, Giroux (1997) proponía poner en el centro lo que estaba en la periferia, y ambos combinaban el lenguaje de la crítica con el de la posibilidad.

Nos transformamos rápida y literalmente en “seguidores”, fuimos a buscar a McLaren a USA; insaciables, los entrevistamos, los hicimos escribir; es decir, practicamos esa mezcla de irrefrenable inquietud y acoso juvenil que se ponen en acción cuando se avizoran los contornos de un nuevo vocabulario que redescribe de una manera totalmente nueva el mundo. Luego, siguiendo las incontables pistas que Graciela Frigerio puso a circular en la maestría de la Universidad Nacional de Entre Ríos (Argentina), nos topamos con Ernesto Laclau, Roger Simon, Chantal Mouffe, Pablo Gentili, Rosa Nidia Buenfíl Burgos, Violeta Núñez, Tomáz Tadeu da Silva y Guacira López Louro. En el ínterin, hubo otro seminario de Doctorado en la Universidad de Buenos Aires en el que participaron Dussel, Caruso, Pineau, Carli, De Miguel, Fischman y otros tantos, en el que Puiggrós leía a Eliseo Verón junto al Rousseau del discurso sobre la desigualdad y al exótico Zizek.

Con ellos, y como ellos, tomamos distintos caminos en la búsqueda por responder las inquietudes que ese presente nos planteaba. Si el pensamiento pedagógico se abría para ser interrogado, ejercimos un derecho que consideramos legítimo: el de celebrar los encuentros que las preguntas hacían posible. Los trece números publicados de la Revista Cuadernos de Pedagogía Rosario son testigos de esos cruces. Hoy, veinte años después, son otras las inquietudes y otros los horizontes que configuramos para la pedagogía.


Acerca de la pedagogía crítica y sus contornos

En la introducción de un texto notable denominado La pedagogía de los monstruos. Los placeres y los peligros de la confusión de frontera, Tomáz Tadeu da Silva (2000) pone en entredicho la noción de crítica que suele direccionar el vocabulario central de las pedagogías que se autodefinen de ese modo: 

“La persistente consigna que ha estado en el centro de todas las vertientes de esas pedagogías puede ser sintetizada en la fórmula “formar la conciencia crítica”. Se puede variar la fórmula, sustituyendo el verbo por “producir”, “educar”, “desarrollar”; o el sustantivo por “persona”, “ciudadano”, “hombre”, “sujeto”, “individuo” y/o el adjetivo por “consciente”, “reflexivo”, “participante”, “informado”, “integral”, entre tantas otras posibilidades. El presupuesto sigue siendo el mismo: existe algo como un núcleo central de subjetividad que puede ser pedagógicamente manipulado para hacer surgir su dimensión crítica en la figura de un sujeto que se ve a sí mismo y a la sociedad de forma incuestionablemente transparente, adquiriendo, en el proceso, la capacidad de contribuir para transformarla. El sujeto crítico de la pedagogía crítica es la réplica perfecta del sociólogo crítico de la educación, de su posición soberana. Libre de los constreñimientos que producen la comprensión turbada de la sociedad que tienen los individuos comunes, ve a la sociedad como se ve un mecanismo de relojería, tornándose apta, así, para concertarla” (da Silva: 2000: 13-14, traducción propia).

Este rasgo, que no sólo es propio de los que se dicen pedagogos críticos o radicales, sino que se hace presente en un abanico más grande de posiciones que van desde la educación popular de raíz freireana a aquéllas que pretenden tomar distancia de lo que se han dado en llamar educación tradicional, parece haber hegemonizado lo que se considera políticamente correcto en el campo educativo.

Sin embargo, han sido los mismos desarrollos pedagógicos nacidos de las teorías críticas los que han mostrado el vínculo entre el pensamiento, el orden político y el sostenimiento de un estado dado de las cosas. Los trabajos de Michel Foucault sobre la locura y las sociedades disciplinarias, o los de Pierre Bourdieu sobre los mecanismos de reproducción bien pueden resultar ejemplos de esto: son trabajos que se han ocupado de hacer visible cómo operan los saberes sobre las prácticas, y cómo ambos registros son parte de un ordenamiento que los excede y les da sentido. Este tipo de pensamiento ha tenido un alto impacto en la emergencia de una teoría pedagógica crítica. La noción de deconstrucción, por ejemplo, es parte de un tipo de análisis que se despliega sobre prácticas, saberes, políticas e identidades educativas y que ha contribuido a comprender el funcionamiento de un campo. 

Cabe reconocer que las pedagogías críticas han asumido la doble tarea de describir y analizar el funcionamiento de un campo, pero conservando un horizonte emancipador. Podría decirse que entre sus herencias está la de poner sobre la mesa la naturaleza política de la educación, conjugando juntas la descripción de cómo funcionan los sistemas educativos con el discernimiento sobre la intervención política que sostienen.

Sin embargo, creemos que este tipo de pensamiento pedagógico necesita ser interrogado. Si revisamos cómo las teorías críticas han dialogado con la constitución del campo de la educación en las últimas décadas, nos encontramos con un panorama más complejo. Por momentos, pareciera que las críticas a los sistemas educativos propios de los estados nacionales (su forma piramidal, su base capitalista en el ideal de ciudadanía que sostienen, su matriz homogeneizante, etc.) hasta habilitaron lo que sucedió en la década del ’90: un estado mutante, desdibujado, ambiguo, que en nombre de la participación, la autonomía, la necesidad de dar la palabra, los proyectos institucionales, el reconocimiento de los particularismos y las identidades plurales, dejó de disciplinar, formatear, instituir, ordenar, etc. A su vez, el sujeto crítico, participativo y autónomo se convierte en una especie de empresario de sí, obligado de hacerse cargo del imperativo del propio éxito o la responsabilidad del propio fracaso.

Y hoy convivimos con la ambigüedad de, por un lado, trabajar sobre el develamiento de ciertas condiciones “ocultas” en las prácticas de los sistemas educativos y, por otro lado, añorar un estado más fuerte, con más presencia, más “eficaz” en sus operaciones de institución. Como si los cambios en las condiciones de enunciación alteraran el sentido de una afirmación y nos obligaran a revisarla. 


Sobre la noción misma de crítica

¿Cuál es el alcance del pensamiento crítico? ¿Cuáles son sus efectos? ¿Pueden medirse por fuera del contexto donde es puesto en juego? ¿No deberíamos asumir cierta precariedad de un principio, por más revolucionario que pueda haber sido en el momento de su primera enunciación? 

Uno de los caminos tomados para revisar lo que entendemos por pedagogía crítica es volver a considerar cada uno de sus términos. Empecemos por el último: la noción misma de crítica. Veamos algunos ejemplos que pueden oxigenar la reflexión sobre la idea misma del pensamiento llamado crítico.

Ignacio Lewkowicz (1999) considera que el pensamiento es por definición crítico. Lo entiende como aquél que tiene la capacidad de “alterar la configuración de las situaciones”. No se trata de lo “ya pensado” sino de una acción que introduce una novedad en una situación. Novedad no es lo “nuevo” sino la capacitad de atravesar “un obstáculo”. La crítica es crítica si produce efectos y deja de ser tal cuando se agota prácticamente. Para el autor, la crítica es siempre una intervención que “trastorna” la coherencia de lo dado por válido. Por otra parte, advierte sobre tentación de usar el término “crítico” como “signo de distinción” (“soy crítico, somos contestatarios, no nos rendimos, bla bla; soy muy crítico, ergo lo que tengo en la cabeza es pensamiento crítico”). La crítica precisa procedimientos eficaces en tanto “sabemos mucho, pero poco es lo que sabemos hacer de activo en las situaciones sociales” y “la ceguera actual del pensamiento crítico es la inercia de sus procedimientos”. 

Lewkowicz ataca la noción de “toma de conciencia”. Señala que no se trata de lo “encubierto o tergiversado”, no se trata ni de verdades reveladas ni de esclarecimientos ni de persuasión. No cree que la tarea crítica consista en influir y direccionar las conciencias. 

Para Julio Moreno (2010) el pensamiento es por definición crítico en tanto se formula a partir de alguna diferencia con lo establecido. Por otro lado, critica la idea de verdades “preexistentes” que se “descubren” o “develan” y sostiene que es el proceso crítico mismo quien las genera. El trabajo de intervención sobre una creencia produce “lo que previamente no existía”. Pensar no es lo mismo que conocer. Para el autor “conocer” no “implica producir emergentes inexistentes, sino reconducir lo nuevo a lo conocido o explicar lo desconocido en términos de lo sabido”. Por lo tanto, existen dos caminos o dos maneras de “detener el pensamiento”: 1) cuando los enunciados originales son tan poderosos que no se dejan “criticar” fácilmente. En ese caso, el pensamiento deja de ser tal “en tanto se restringe a concebir todo enunciado en términos de enunciados conocidos e impuestos”. 2) “los enunciados originales no tienen la fuerza suficiente para ser convincentes”. Para Moreno, el primer caso es el de la modernidad sólida y el segundo el de la modernidad líquida.

Jon Elster (1988) identifica un número de “estados que son esencialmente subproductos” entre los que se encuentra la conciencia de clase. Un subproducto “nunca puede generarse de manera inteligente o intencional, puesto que en cuanto uno intenta producirlo, la tentativa misma impide que tenga lugar el estado que uno se propone generar”. La lista de Elster es larga: la autoestima, la indiferencia, el sueño, la atención, el olvido, el deseo sexual, la generosidad, la compasión, el coraje, la autonomía, la humildad, la inocencia, la dignidad, la risa, la admiración, la sorpresa, la diversión, la inocencia, el olvido, el asombro, la desesperanza, la soltura, la originalidad, la creatividad, la mediocridad, la originalidad, el amor.

Elster afirma que “cuando se quiere la no existencia del objeto, se le confiere existencia” y que “una idea estás definitivamente muerta sólo cuando nadie se preocupa de argumentar contra ella”. Examina la voluntad de impresionar y afirma: nada resulta menos impresionante que una conducta destinada para impresionar. 

Luego, se refiere a la impotencia del poder y analiza “las teorías políticas contraproducentes”. Pone en cuestión la creencia de que la función de la política consista en producir efectos educativos. Nos advierte acerca de lo que llama una “teoría narcisista de la política”. Dice que mucha gente se propone “elevar la conciencia de sus semejantes” con el único objetivo de lograr respeto y realización personal. Afirma que le interesan más los teóricos de la política que los activistas. Postula que “las ventajas de la democracia son principalmente y esencialmente subproductos”. Toma como ejemplo “la dignidad”: la dignidad, igual que la expresión propia, la autorrealización y sus variantes, son esencialmente subproductos. No existe ninguna actividad o kinesis semejante a “ganar dignidad”, en el sentido que se podría hablar de la actividad de “aprender francés”. 

Para el filósofo Tomás Abraham (2010), pensar es tomar distancia. Se piensa contra el dogmatismo, contra la conveniencia y contra las propias convicciones. Pensar es distanciarse, rechazar “lo primero que viene a la cabeza”, lo que nos cautiva o atrapa. Afirma que “cuando las cosas están claras es cuando no se piensa. Se piensa en lugares de dificultad, a partir de una ignorancia”. Si pensamos es porque necesitamos pensar y si necesitamos pensar es porque tenemos algo que nos incomoda, nos exige, nos fuerza.

Sospecha de las distinciones clásicas entre teoría-práctica o pensamiento-acción. La teoría no se restringe a la pura contemplación. Pensar es una práctica: “Pensar, en su aurora, ya es actuar, pensar es una acción. No hay pensamiento sin que este pensamiento no produzca efectos. No hay pensamiento que no reconcilie, o separe, o genere algo que, por sí mismo, es un acto”. 

Por otro lado, pensar genera incomodidad en tanto se trata de “un lugar de no poder. Un lugar de inquietud, de molestia, no de tranquilidad”. Para pensar hay que tener algún malestar, por lo menos. Tiene que haber algo que incomode, que no esté fijado y con naturalidad, si no, no pensamos. “Pensar es una cuestión de actitud y esta actitud requiere coraje”.

El filósofo pragmático Richard Rorty, considera que “la filosofía y la política no están tan estrechamente unidas”. Más aún, agrega que “ningún camino argumentativo que parta de premisas cognoscitivas o semánticas nos llevará a conclusiones políticas o a conclusiones acerca del valor relativo de ciertas obras literarias”. Rorty critica la idea de aquella izquierda que “sigue aguardando un punto de vista filosófico que no pueda usar la derecha política, un punto de vista que sólo se preste a las causas buenas”. 

Rorty no cree “que haya una manera en que las cosas realmente son”. En lugar de esa búsqueda el pragmatismo prefiere “reemplazar la distinción apariencia-realidad por una distinción entre las descripciones menos útiles y las más útiles del mundo y de nosotros mismos”. Cuando Rorty usa el término útil hace referencia a “un futuro mejor”, mejor “en el sentido de contener más de lo que nosotros consideramos bueno (la variedad, la libertad, el cambio y el crecimiento) y menos de lo que consideramos malo”. Rorty describe la actitud pragmatista como una “imprecisión principista”. 

Por otra parte, “la función del conocimiento” no es descubrir lo oculto sino encontrar “el tipo de comprensión necesaria para lidiar con los problemas a medida que surgen”; no es “comprender” el mundo sino cambiarlo. En el pragmatismo la doctrina sobre la verdad ocupa un lugar central. Como se sabe, solemos creer que la verdad es lo que distingue el conocimiento de la opinión, también solemos asignarle a la verdad un carácter absoluto y eterno. Para Rorty, es más útil llamar a “lo verdadero” como “una teoría del comportamiento lingüístico de cierto grupo”. Por último, Rorty propone reemplazar “el conocimiento por la esperanza (…) es decir, uno debe dejar de preocuparse por si lo que cree está bien fundado y comenzar a preocuparse por si se ha sido lo suficientemente imaginativo como para pensar alternativas interesantes a las propias creencias actuales” (…) Citando a Dewey en un ensayo sobre la influencia del darwinismo en la filosofía, dice: “el progreso usualmente ocurre a través del craso abandono de las preguntas junto con los alternativas que presuponen, un abandono que resulta de su vitalidad decreciente y de un cambio de urgencia de interés. No las resolvemos, pasamos por sobre ellas”.

Para Michel Foucault (2004) la verdad no es eterna ni atemporal. Es un resultado. La tarea de la filosofía es llevar a cabo un conjunto de procedimientos cuya función es diagnosticar el presente. “Entiendo por verdad el conjunto de los procedimientos que permiten pronunciar, a cada instante y a cada uno, enunciados que serán considerados como verdaderos. No hay en absoluto una instancia suprema”. Por otro lado, la verdad “no está fuera del poder ni carece de poder. La verdad es de este mundo; es producida en él gracias a coerciones múltiples (…) cada sociedad tiene su régimen de verdad, su política general de la verdad”. Para Foucault “el problema político esencial para el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos ligados con la ciencia o hacer que su práctica científica esté acompañada por una ideología justa, sino saber si es posible constituir una nueva política de la verdad”.

Un intelectual no es un profeta, un iluminado que abre los ojos de aquellos que no ven. Por el contrario, “La función del intelectual no es decir a los otros lo que tienen que hacer. ¿Con qué derecho lo haría? Acuérdense de todas las profecías, promesas, mandatos y programas que los intelectuales han formulado en los últimos siglos y cuyos efectos se ven ahora. El trabajo del intelectual no es modelar la voluntad política de los otros; es, por medio de los análisis que ha hecho en los dominios que le son propios, re- interrogar las evidencias y los postulados, sacudir las costumbres, las maneras de hacer y de pensar, disipar las familiaridades admitidas”.

En cuanto al saber, Foucault no lo define como una mera acumulación de conocimientos sino como aquello de lo que se puede hablar en un momento histórico determinado, el conjunto de cosas dichas.

Por último, tal vez sea oportuno recordar la serie de problemas que introducen los pensamientos de Alain Badiou (2011) y Jacques Rancière (2003). El primero, al definir al amor como “comunista”, al egoísmo como enemigo del amor, y a la política como una martillo contra el ego y a favor de la experiencia de la diferencia. El segundo, al mantener hasta el final el rechazo a considerar la igualdad como un meta a alcanzar, a obligarnos a pensar nuevamente la dupla saber/ignorancia y a no aceptar ni la dominación, ni la superioridad, ni cualquier forma del desprecio.


Sobre el papel de la crítica en el pensamiento pedagógico

Volvamos a nuestro territorio, al de la reflexión pedagógica. Emile Durkheim, quien definiera a la pedagogía como toda reflexión sistemática sobre la educación, señaló que: “Nada hay tan fútil y estéril como ese puritanismo científico que, so pretexto de que la ciencia no está creada aún, aconseja el abstencionismo y recomienda a los hombres el asistir como testigos indiferentes, o cuando menos, resignados, a la marcha de los acontecimientos” (1996: 82).

Muchos acordaríamos en que nuestra posición de intelectuales o académicos va mucho más allá de ser testigos indiferentes o resignados frente a la marcha de los acontecimientos. Nuestra intervención es con el pensamiento, con la reflexión, con el cuestionamiento. Sin embargo, ¿cuándo y en qué sentido un pensamiento es capaz de intervenir en un estado dado de las cosas? Si admitimos como parte del saber pedagógico su carácter prescriptivo en relación a los rumbos que unas prácticas deberían asumir, ¿cómo delinear un pensamiento que, sin abandonar su criticidad, sea capaz de “inquietar” una cierta configuración del campo para producir en él algún movimiento?

Durkheim señalaba a la pedagogía como el efecto de la actividad del pensamiento, esto es, el efecto de una reflexión. Siguiendo la dirección de su pensamiento, el pensamiento pedagógico es la teoría (o la corriente) que nace de una reflexión. Si admitimos que es un tipo de pensamiento que va más allá de la descripción y se anima a marcar un rumbo o plantear otro estado posible, podríamos decir que el pensamiento pedagógico abreva más de la filosofía que de las ciencias sociales (las que, por otra parte, también están interrogadas en su estatuto). Será allí, en el diálogo con la filosofía contemporánea donde se abre un camino para desafiar la posibilidad de formular un pensamiento prescriptivo que no sea metafísico.

Siguiendo las reflexiones presentadas acerca del pensamiento y la crítica, y llevándolas al campo de la educación, podemos señalar cómo en la pedagogía, el término crítico, o la expresión “pedagogía/s crítica/s” terminaría designando un conjunto de teorías o reflexiones más o menos sistemáticas, más que unos procedimientos de pensamiento. Hoy, por pedagogías críticas reconocemos a un grupo de pensadores y a un conjunto de problemas que tienen en común, entre otros rasgos, ligar la educación a la emancipación de los sujetos. Evidentemente, mucho de ese pensamiento resultó novedoso en los tiempos en que fue formulado, y en ese sentido, puede haber introducido todo un andamiaje procedimental como pensamiento que provocó efectos desestabilizantes en las certezas que la pedagogía daba por buena. Pero, ¿cumple en el presente el mismo objetivo? ¿Funciona el procedimiento crítico como posibilitador de una reflexión que resulta novedosa en el tratamiento de los problemas de la educación? La sensación es más bien la contraria: las herramientas conceptuales que tenemos parecen haber perdido la capacidad de inquietar, movilizar, desestabilizar, interrogar, producir, inventar ... más bien parecen sedimentadas, solidificadas, por lo que habrían perdido su capacidad de intervenir.

Por otro lado, si la pedagogía es efecto de pensamiento, debería asumir ciertas condiciones del pensamiento: todo pensamiento es crítico cuando pone en juego aquello que todavía no ha sido pensado, cuando interviene sobre lo que ya ha estado pensado, dotando al término intervención la fuerza que tiene en relación a producir efectos. 

En este sentido, tendría que ser la puesta en juego de unos procedimientos de pensamiento en el campo pedagógico y no los rasgos de su resultado lo que configuren a la pedagogía. La invitación será entonces la de postular una pedagogía sin atributos. 

Juan José Saer (1997), en su ensayo Una literatura sin atributos, plantea que ciertas designaciones que deberían ser completamente informativas y secundarias terminan convirtiéndose en categorías estéticas. Saer plantea que así sucede con la expresión “literatura latinoamericana”, que no se limita a informar sobre el origen de los autores, sino que está cargada de intenciones estéticas y es portadora de valores; su empleo supone temas, estilos, y una cierta relación estética entre el autor y la sociedad. Podríamos aventurar que algo similar sucede con la expresión pedagogía crítica, donde no sólo se designa un tipo de pensamiento que asume unas posiciones ideológicas, sino que suele coincidir con perfil estético: el pedagogo crítico parte de unos supuestos, abona una metodología de trabajo, participa de unos circuitos académicos, aborda una agenda específica de temas.


¿Es posible postular la idea de una pedagogía sin atributos? ¿Cuáles son sus consecuencias?

Trazos para delinear unos contornos para la pedagogía

Usualmente definimos a la pedagogía como toda reflexión sistemática sobre la educación. De este modo, incluimos dentro del campo de la pedagogía a todos aquellos saberes que se ocuparon y se ocupan no sólo de responder a la pregunta ¿qué es la educación?, circunscribiendo unas prácticas, unas intenciones y unos resultados, sino también a aquellos saberes que devienen de esa pregunta, y que abordan sus rasgos más notorios y sus especificidades, como enseñanza, aprendizaje, didáctica, docencia, curriculum, escuela, y otras tantas que en nuestro tiempo y espacio hacen al fenómeno educativo.

Sin embargo, sabemos que esta definición del saber pedagógico resulta insuficiente –o incompleta- si no se señalan por lo menos tres rasgos que la despliegan en su especificidad: 1) la presencia, en el campo educativo, no sólo de discursos sobre cómo las cosas son, sino también de cómo deben ser, asumiendo que la educación es una acción que se orienta hacia unos fines, intenciones, ideales que atraviesan su misma forma y contenido; 2) la capacidad reguladora de las prácticas sociales que posee el saber pedagógico, y por ende su vinculación directa con el ejercicio del poder; 3) las dificultades para abstraerse de cualquier tipo de prescripción, no sólo por la propia performatividad del lenguaje sino fundamentalmente porque en el campo educativo no alcanza con describir, sino que se hace necesario atender a la dimensión política que la enmarca como práctica social.

Es necesario acompañar entonces a la pregunta formulada inicialmente por lo menos dos más: ¿cómo es que la educación ha llegado a ser lo que es?, para abordar alrededor de ella las regulaciones que esos saberes pusieron en juego y el vínculo saber-poder; y ¿qué otros caminos posibles se abren para ella?, o en otras palabras, ¿qué otra cosa puede llegar a ser? En este punto, creemos necesario otorgar relevancia al carácter histórico de la configuración de los saberes pedagógicos y a su inscripción política. Sólo teniendo en cuenta la historicidad de las prácticas y su participación en la definición de humanidad y de sociedad de la que son parte podremos dimensionar el alcance de los saberes de la pedagogía. 

Este rasgo vuelve precarias todas las respuestas hasta ahora esbozadas sobre el contenido de la pedagogía, al mismo tiempo que las ubica más como herencias que como mandatos. Si postulamos un tipo de pensamiento pedagógico que se asume más como ejercicio de pensamiento que como conjunto predeterminado de problemas y postulaciones, una de las tareas a la que nos enfrentamos es lidiar con esas herencias, darles espacio, hacer sobre ellas.

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Referencias bibliográficas

Abraham, Tomás (2010). Introducción al curso “Tomás Abraham: Saber y poder en la Argentina de hoy”.

Badiou, Alain; Nicolás Troung (2011). Elogio del amor. Madrid: Paidós.

Da Silva, Tomáz Tadeu (2000). Pedagogia dos monstros. Os prazeres e os perigos da confusao de fronteiras. Belo Horizonte: Auténtica.

Durkheim, E. (1996). Educación y Sociología. México: Coyoacán.

Elster, John (1988). Uvas amargas. Sobre la subversión de la racionalidad. Barcelona: Península.

Foucault, Michel, En Castro, Edgardo (2004). “El vocabulario de Michel Foucault. Un recorrido alfabético por sus temas, conceptos y autores.  Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes. 

Giroux, H. (1997). “Pedagogías Viajeras. Entrevista realizada por Leo Witkowski”. Cuadernos de Pedagogía Rosario, Año 1, nº 1, pp. 99-118.

Corea, Cristina; Lewkowicz, Ignacio (1999). ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de la niñez. Buenos Aires: Lumen-Humanitas.

McLaren, Peter (1995). Pedagogía crítica, resistencia cultural y la producción de deseo. Buenos Aires: AIQUE/ Ideas.

Moreno, Julio (2010). Ser humano. La inconsistencia, los vínculos, la crianza. Tercera edición, aumentada y corregida. Buenos Aires: Letra Viva.

Rancière, Jacques (2003). El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Barcelona: Laertes.

Saer, J. J. (1997). El concepto de ficción. Buenos Aires: Ariel.

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Sobre los autores

María Silvia Serra es Profesora en Ciencias de la Educación, Magister en Ciencias Sociales con Orientación en Sociología de la Educación de la Universidad Nacional del Litoral y Doctoranda del Doctorado en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Se desempeña como profesora adjunta en la Cátedra de Pedagogía del Departamento de Formación Docente de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Es codirectora del proyecto "Las figuras de las maestras Olga y Leticia Cossettini como parte de la historia intelectual del litoral argentino entre 1930 y 1950. Relaciones entre cultura, estética y educación en el campo de las innovaciones pedagógicas", dirigido por Oscar Videla, y radicado en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR. 2005-2007 y ha publicado junto a Paula Caldo: "¿De qué estamos hechos? Encuentro y desencuentros entre cultura y educación" en Serra, Silvia (coord.): La pedagogía y los imperativos de la época. Ediciones Novedades educativas, 2005.


Estanislao Antelo es Licenciado y Profesor en Ciencias de la Educación (UNR); Master en Educación (UNER) y Doctor en Humanidades y Artes (UNR). Actualmente es coordinador del proyecto "¿Qué sabe el que sabe enseñar? Un estudio exploratorio acerca del saber de los profesores en la escuela secundaria". 
Ha publicado numerosos artículos y capítulos de libros en medios argentinos e internacionales. Entre sus libros publicados destacan Instrucciones para ser Profesor. Pedagogía para aspirantes (Santillana, Buenos Aires: 1999) y El Renegar de la Escuela, con Ana L. Abramowski (Homo Sapiens, Rosario: 2000). Su último libro, escrito junto a la Dra. Andrea Alliaud, se denomina Los gajes del oficio. Enseñanza, pedagogía y formación (Aique, Buenos Aires: 2009).

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