38. Vol. 14 (3) OCTUBRE 2011 |
Inteligencia interpersonal: conceptos clave
Antoni Castelló* y Meritxell Cano**
*Universidad
Autónoma de Barcelona
**dades.cat formació
Delimitación del espacio de la
inteligencia interpersonal
Hablar
de inteligencia, normalmente seguida de un calificativo (en este caso,
«interpersonal») implica que se está haciendo referencia a las capacidades de
generar representaciones y de manipular dichas representaciones (Castelló,
2001, 2002). El calificativo define qué tipo de objeto es representado y, de
manera general, de qué manera pueden manipularse estos objetos. Por ello,
«inteligencia interpersonal» se refiere a la representación de estados internos
de otras personas (considerándolas como objetos sociales), los cuales incluyen
complejas estructuras como son las intenciones, preferencias, estilos,
motivaciones o pensamiento, entre otras.
Las
bases de la inteligencia interpersonal se encuentran en lo que se ha denominado
«teoría de la mente» la cual constituye un tipo de circuitería cerebral básica
que da pie a un conjunto de estados representacionales que incluyen ideas como
que las otras personas tienen también estados internos, que son capaces de
otorgar significado al lenguaje y a los objetos de nuestro entorno, que este
significado es compartido, que tienen intencionalidad, etcétera. En otras
palabras, el cerebro humano acostumbra a contar con una configuración
genéticamente determinada que da pie a que pensemos de manera automática que
las personas tienen mente y que dicha mente es esencialmente idéntica a la
nuestra (Colle, Baron-Cohen y Hill, 2007; Donald, 1991; Leslie, 1987). De
hecho, en más de una ocasión se sobre-utiliza este tipo de recursos,
aplicándolo a todo tipo de animales e incluso objetos inanimados, otorgándoles
intenciones, mecanismos de razonamiento y estados mentales propios. Por
ejemplo, “el perro está molesto conmigo porqué he tardado en sacarlo a pasear”,
lo que supone atribuir al animal un control del tiempo más que dudoso y un
mecanismo de razonamiento —la asignación de culpabilidad— que puede tener
sentido dentro de ciertas culturas humanas, pero que no es nada evidente en
canes. Todavía más flagrante sería un pensamiento como “la lavadora me tiene
manía y me estropea la ropa” en la que se otorga intencionalidad a una máquina
(además de la capacidad de percibir quién la utiliza) añadiéndole una
personalidad envidiosa y vengativa.
Estos
usos poco adecuados de los recursos de representación interpersonal, sin
embargo, reflejan una propiedad común de cualquier forma de inteligencia: aunque
los recursos implicados solamente sean adecuados para un tipo determinado de
objetos (personas, en este caso) se tiende a emplear estas formas de
representación para aproximar otros objetos. Las representaciones no
constituyen necesariamente una aprehensión completa del objeto representado
sino que adoptan cierto compromiso entre la fidelidad al objeto y la utilidad
para el sistema (por ejemplo, sirven para razonar, aunque sea de forma
inexacta, que suele ser mejor que no razonar en absoluto). En este sentido, la
circuitería cerebral básica que da soporte a las representaciones
interpersonales conduce a ciertas inexactitudes, pero es absolutamente
imprescindible como fundamento de la comunicación y las interacciones con otros
seres humanos en general. A modo de ejemplo, tendemos a suponer que aquello que
vemos o sentimos es algo completamente objetivo y, por tanto, exactamente
compartido con cualquier otra persona (para poner el caso, si sentimos calor,
asumimos que las personas de nuestro alrededor también lo sienten como nosotros
y que, por lo tanto, hace calor). Es una buena plataforma para facilitar
conversaciones sobre el tiempo, pero contiene abundantes errores —o, más
exactamente, imprecisiones— como suponer que cualquier persona, sea cual sea su
vestuario, cuerpo, metabolismo, estado de salud o muchas otras circunstancias,
está teniendo la misma sensación térmica que nosotros.
El
equipamiento básico que ofrece la teoría de la mente se encuentra muy extendido
en la población, ya que lo determina de manera casi completa la genética
(Baron-Cohen, 1998). De hecho, los casos que sufren limitaciones en estos
aspectos configuran el espectro autista. Sin embargo, la teoría de la mente no
agota la inteligencia interpersonal. Muy al contrario, establece solamente los
rudimentos básicos para sustentar las interacciones pero, tal como se ha
indicado, sobre una base bastante inestable. De nuevo, en la mayoría de las
ocasiones suele resultar más provechosa una comunicación inexacta o incompleta
que la falta de comunicación.
Debe
observarse también que los mecanismos de captura de información que
caracterizan las representaciones interpersonales difieren rotundamente de
aquellos que se emplean para las representaciones intrapersonales (referidas a
uno mismo). No sólo se encuentran implicadas áreas distintas del cerebro, como
se ha determinado recientemente (Takeuchi y cols., 2011) sino que acceder a los
propios estados es un proceso determinado por un conjunto de sensaciones que
han sido producidas por dichos estados, mientras que acceder a estos mismos estados
en otra persona pasa por interpretar su comportamiento y el contexto en el cual
se produce. Para ilustrar esta situación, cuando tenemos hambre lo detectamos a
partir de una sensación corporal. Pero cuando otra persona tiene hambre
nosotros no sentimos su sensación corporal sino que tenemos que inferir
el estado interno (de hambre) de su comportamiento (gestos faciales,
movimientos, quizá algún sonido gástrico) y de elementos contextuales (como la
hora del día y lo habitual que sea comer alrededor de esa hora en esa cultura).
Pero hay más: cuando otra persona tiene la sensación de hambre, o cualquier
otra sensación, ¿está sintiendo lo mismo que nosotros cuando consideramos que
tenemos dicha sensación? Pues probablemente no o, al menos, no exactamente. A pesar
de que las emociones primarias tienen un fuerte soporte biológico (Ekman,
1992), existen matices en las sensaciones que generan y, por añadidura,
interactúan con elementos no emocionales (Damasio, 1994). Por ejemplo, las
expectativas, que tienen carácter esencialmente cognitivo, pueden modular
fuertemente las sensaciones generadas por un estado determinado. En el caso de
la sensación de hambre, si una persona combina esta sensación con
“probablemente voy a desmayarme” mientras que otra la combina con “pero esta
sensación irá disminuyendo en pocos minutos”, de manera segura que el primer
pensamiento hará más desagradable la sensación, mientras que el segundo tenderá
a suavizarla.
Por
ello representar qué está sintiendo otra persona y cuáles son los componentes
implicados no es, ni mucho menos, una tarea fácil. Es muy común aproximar
esta situación tomando como referencia nuestros propios estados, lo cual puede
conducir a errores notables. Como ilustración piénsese en una persona
esencialmente optimista que intenta representar cómo se siente otra persona, en
este caso esencialmente depresiva. Resulta obvio que tomar como referencia
estados propios que puedan asemejarse al de la otra será una aproximación muy
burda. Acercarse un poco más a lo que puede ser el estado que está sintiendo la
otra persona pasa necesariamente por olvidarse de esta comparación con
referentes propios y deviene un proceso bastante más abstracto y, siempre en
cierta medida, especulativo.
El
razonamiento interpersonal consiste en transformar estas representaciones de
los estados ajenos de manera que se pueda completar el significado de una
interacción (o de una parte de la misma) o bien establecer la evolución futura
de las acciones de la otra persona. En una situación hipotética, aunque quizá
resulte familiar, si suena el teléfono de un domicilio y se produce esta
conversación:
— Sí, dígame.
— ¿Le gustaría pagar menos por sus
llamadas telefónicas?
—
No quiero cambiar de compañía, gracias.
Podría
parecer, en términos estrictamente verbales, falta de sentido. A pesar de ello,
asumiendo que no es una mera interacción verbal, sino una interacción comunicativa,
se ha añadido un conjunto de elementos que permiten representarla como
situación interpersonal y, por tanto, la pregunta formulada no se ha tomado
como un objeto verbal sino como una parte del comportamiento de un objeto
interpersonal (una persona) la cual tiene intenciones (por ejemplo,
convencernos de que la compañía que promociona es más interesante que nuestra
actual compañía) y se ha anticipado lo que sería el desarrollo previsible de la
conversación (insistencia, pérdida de tiempo, etcétera). Probablemente, también
se ha empleado conocimiento acerca de esos objetos culturales que son las
compañías de telecomunicación, las cuales no suelen estar interesadas en que
paguemos menos —ya que son ellas las que cobran— sino más bien al contrario, lo
cual ha permitido deducir que la llamada recibida no era en nombre de la
compañía actual sino de una competidora. De manera consecuente a este
razonamiento, llevado a cabo en términos de representaciones interpersonales,
se ha actuado de una forma que, en términos puramente verbales no tendría
sentido.
Orígenes de la inteligencia
interpersonal
La
inteligencia interpersonal se fundamenta en uno de los pilares de la adaptación
humana: las interacciones sociales (Kanazawa, 2010; Mithen, 1996). En efecto,
al considerar las características biológicas de los seres humanos, tomados
individualmente, se constata una pobre configuración para la adaptación al
entorno físico. Al compararnos con otros animales quedamos a la zaga en fuerza,
resistencia, agilidad, versatilidad y armamento corporal. Por contra, como
especie, compensamos estas limitaciones con tres recursos fundamentales:
potencial cognitivo, tecnología y funcionamiento social. Sin duda estos tres
elementos están relacionados entre sí, siendo la tecnología el componente más
tardío. La cooperación como grupo, el reparto de tareas y funciones y la
posibilidad de actuar coordinadamente fueron una de las primeras grandes bazas
que permitieron a nuestros ancestros sobrevivir en un entorno natural poco
amigable. A modo de ejemplo, los homo erectus eran principalmente
carroñeros, siendo muy escasas las ocasiones en que actuaban como cazadores. La
coordinación de los grupos permitía optimizar procesos como la vigilancia de
predadores —los verdaderos cazadores— y la defensa del grupo durante la
alimentación. En el caso de los homo habilis los rudimentarios
instrumentos tecnológicos disponibles (esencialmente lajas medianamente
afiladas) permitieron dotar de cierta competencia cazadora, si bien la clave
residía en acciones coordinadas del grupo, más que en actos individuales
(Tobias, 1987). Y para coordinarse dentro de un grupo es necesario razonar con
las intenciones, disposiciones y estados internos de los otros miembros.
Por
otro lado, el desarrollo de las crías humanas es extremadamente lento en
comparación con la mayor parte de mamíferos. Nótese que la independencia en el
desplazamiento (o sea, caminar) tarda alrededor de un año en consolidarse,
tiempo durante el cual el niño no tiene autonomía alguna para su propia
manutención. En consecuencia, depende de las acciones de otras personas de su
entorno, empezando por su madre (la cual también debe estar adecuadamente
alimentada), tanto para conseguir alimento como para proteger su integridad
física. Esta situación sería absolutamente inviable en una especie que no fuera
intensamente social, ya que la crías serían de fácil captura para los
predadores y las madres tendrían importantes dificultades para abastecer sus
propias necesidades alimentarias y las de sus bebés, al tiempo que cargaban con
ellos durante un año entero. Por contra, el reparto de tareas y la gestión de
la alimentación de manera grupal sí permiten soportar estas condiciones. Por
parte de la criatura, su supervivencia no depende de recursos propios sino de
consolidar una serie de vínculos con las personas más cercanas, las cuales
serán quienes se ocupen de que siga con vida. De ahí que una parte de los
recursos representacionales vinculados a la inteligencia interpersonal —los que
componen la denominada teoría de la mente— se activen de forma muy
rápida después del nacimiento (Ashwin, Ricciardelli y Baron-Cohen, 2009).
Tal
como se ha indicado, la tecnología es el tercer elemento relacionado con la
adaptación humana, relacionándose ésta con la compensación de las limitaciones
biológicas. Nótese que nuestras interacciones con el medio físico (gestión de
la temperatura, alimentación, seguridad, desplazamientos, salud) están mediadas
por instrumentos tecnológicos. La mayor parte de estos instrumentos han sido
generados en un contexto cultural y social, de manera que los instrumentos (y
los beneficios de los mismos) están disponibles para el grupo, sin tener que
producirlos individualmente. Así, el reparto coordinado de funciones puede
permitir, entre otras soluciones, que algunos miembros del grupo construyan
unos instrumentos que, utilizados por otros, consigan obtener más alimento, lo
cual beneficiará a todo el grupo.
Por
tanto la progresiva cohesión social de los grupos humanos proporcionó tanto
beneficios directos (caza, protección, preservación de las crías) como
indirectos, plasmados en la tecnología. Los cambios individuales relacionados
con esta progresiva socialización afectaron algunas características físicas
(como la existencia de grupos de músculos orientados casi exclusivamente a la
expresión facial, cosa que también sucede en numerosas especies de primates,
tal como indican Cosmides y Tooby, 1992) pero, sobretodo, a la consolidación de
cambios cerebrales orientados a la representación de objetos sociales, es
decir, de otras personas. Con este equipamiento, una interacción social
progresivamente sofisticada puede sustentarse y desarrollarse, emergiendo
procesos complejos como la comunicación y, posteriormente, el lenguaje (Pinker,
1994).
Otro
de los aspectos vinculados a la complejidad social es la aparición de culturas,
o formas de funcionamiento grupales, que a su vez irían incorporando la
acumulación de elementos tecnológicos y de conocimientos. Así, los patrones de
relación dentro de un grupo pueden ser casi totalmente arbitrarios pero son
necesarios para la coordinación. Usos, rituales o normas tienen, en muchas
ocasiones, un valor prioritario de cohesión grupal y de restricción de los
comportamientos posibles, de manera que predecir cómo se comportará otra
persona (de la misma cultura o grupo) sea más sencillo. La consecuencia es que
se puede representar, en términos generales, de qué manera funciona un grupo
mayor de personas (las que son parte de la misma cultura) sin necesidad de un
conocimiento detallado de cada una de ellas. Por ello, toda cultura aporta un
conjunto de patrones de interacción y de expectativas aplicables a todos los
miembros de la misma, con lo cual se puede razonar, con aceptable certeza,
acerca de un número amplio de objetos sociales. Cabe insistir en que estos
patrones y expectativas no tienen que ser necesariamente adaptativos de manera
directa. Pueden serlo, como en el caso del principio de hospitalidad en zonas
de climas muy duros; haberlo sido en otra época, como cuando llamamos
“caballero” a un hombre que no conocemos (y, por ello, no sabemos nada de sus
apetencias hípicas ni de su eventual descendencia de la nobleza medieval); o no
haberlo sido nunca, como situar el volante de un coche a la derecha o a la
izquierda. Lo verdaderamente importante es que quienes los comparten son más
predecibles por los miembros de esa cultura y, en consecuencia, las posibilidades
de acciones coordinadas entre ellos aumenta.
Las
culturas complejas, como han sido todas las de los homo sapiens sapiens
y muy especialmente en los últimos 12.000 años, incluyen también un acervo de
instrumentos tanto tecnológicos como conceptuales (Mithen, 1996). Así, los
objetos tecnológicos también ajustan el comportamiento de los miembros de una
determinada cultura. Piénsese, por ejemplo, en la ropa. Es un elemento
tecnológico inicialmente destinado a gestionar el ajuste al clima pero, a su
vez, proporciona cierta homogeneidad a las personas de una misma cultura e
incluso tiene funciones comunicativas (status, profesión o, a veces,
disponibilidad para el aparejamiento). La tecnología de una cultura determina
de qué manera se realizan ciertas funciones en la misma y esta misma
funcionalidad tiende a perpetuarlos en dicha cultura, ya que son también formas
identitarias (de cohesión) y permiten cierta predictibilidad del comportamiento
(en España, en un día caluroso, esperamos que una persona se airee con un
recurso tradicional como un abanico, no que utilice un ventilador a pilas, que
también sería posible pero menos arraigado culturalmente). Finalmente, los
instrumentos conceptuales aportan formas culturales de representación. El
lenguaje es quizá el más evidente, pero también lo son el arte o el
conocimiento en general. De nuevo estos elementos aportan plataformas
compartidas a los miembros de una cultura, redundando en una mejor
representación y coordinación.
Si
bien la complejidad social y la cultura han repercutido de manera rotunda a la
adaptación biológica de la especie humana, también es cierto que, en términos
de individuos, han generado otro tipo de presiones adaptativas. En este
sentido, un individuo humano acostumbra a solucionar el grueso de las presiones
biológicas (clima, alimentación, peligros) a través de su entorno social y
cultural, que incluye mucha tecnología. Es por ello que, siendo anatómicamente
bastante imperfectos tenemos índices de supervivencia excepcionales. Sin
embargo, a nivel individual, los grandes retos de adaptación se producen ante
el entorno social y cultural que nos protege del entorno físico. Ajustarse a
dicho entorno reclama la utilización de los patrones de comportamiento e
instrumentos de ese grupo social-cultural, del mismo modo que encontrar un
punto de encaje en el mismo. No cumplir estas condiciones suele comportar
efectos desde moderadamente negativos (desprecio, marginación, dificultades de
acceso a bienes) hasta que el grupo actúe explícitamente en contra de un
individuo (agresión, confinamiento). De manera complementaria, los grandes
grupos sociales (con frecuencia, millones de personas) no pueden garantizar la
igualdad de acceso a bienes o ventajas generadas por el mismo, de manera que es
muy común la existencia de situaciones competitivas entre los miembros de
dichos grupos. Debido a ello, ningún grupo social está exento de tensiones y,
en cambio, se sustenta en una compleja trama de intercambios, alianzas,
presiones y situaciones asimétricas.
Así,
pues, el conjunto de recursos de representación interpersonal y la utilización
de estas representaciones ha desempeñado un papel crítico para la adaptación de
la especie. Y lo sigue desempeñando, aunque de manera especial para la
adaptación del individuo a su cultura y grupo social. Es en este sentido que la
inteligencia interpersonal es uno de los recursos más fundamentales del
equipamiento intelectual humano, tanto por su antigüedad como por su
funcionalidad. Cabe destacar, tal como sucede con cualquier forma de inteligencia,
que no se trata de un comportamiento manifiesto. En otras palabras, una persona
con buena inteligencia interpersonal no se comporta socialmente de una manera
determinada, sino que representa eficientemente a otras personas y situaciones
sociales y es capaz de razonar con este conocimiento. Puede que el producto
final —el comportamiento observable— sea ético o no, culturalmente aceptado o
no (véase el interesante artículo de Côté y cols., 2011, acerca de la
utilización para fines éticamente contrarios de los recursos de representación
social).
La
relación entre comportamiento observable e inteligencia no es, ni mucho menos,
directa, sino que depende de la interacción entre numerosos factores, muchos de
los cuales no son de carácter intelectual. En este caso, elementos de
personalidad, valores o historia personal, entre otros, pueden inclinar una
buena representación interpersonal en una dirección u otra. Tomando un ejemplo
histórico, es probable que tanto Ghandi com Hitler tuvieran una buena inteligencia
interpersonal ... y es evidente que no se comportaron de la misma manera.
Este
apartado no pretende ser un acopio de instrumentos de medición existentes, sino
un conjunto de consideraciones acerca de qué elementos medir y cómo inferir a
partir de los mismos aspectos de la inteligencia interpersonal de una persona
determinada. Los tres primeros epígrafes hacen especial hincapié en el tipo de
estímulos apropiados para evaluar la eficacia de la inteligencia interpersonal
que ha consolidado una determinada persona. Se trata de situaciones en las que
se mide el rendimiento de la persona, es decir, situaciones en las que se ponen
a prueba las funciones disponibles. Finalmente, se plantean algunos aspectos acerca
de las medidas basadas en autoinformes, donde el prefijo “auto” se refiere a la
percepción de una persona por sí misma.
Medición de recursos básicos
Los
recursos básicos de la inteligencia interpersonal son aquellos que están
relacionados con la generación de representaciones. Dado que estas
representaciones se refieren a estados en otras personas, no pueden ser
percibidos directamente y, por ello, se deben inferir de ciertos indicios. Los
indicios a partir de los cuales se obtiene información interpersonal son
fundamentalmente no verbales, sin detrimento de que puedan utilizarse algunas
pistas verbales de manera complementaria (Bruce, 1998; Ekman, 1992; Kaland,
Mortensen y Smith, 2011). Es importante puntualizar que el lenguaje,
especialmente el hablado, se produce en un contexto y siempre va acompañado de
elementos no verbales: tono, ritmo, volumen son los propiamente paraverbales,
pero gesto y movimientos también aportan información, del mismo modo que
elementos puramente contextuales. En este sentido, el lenguaje hablado es menos
significativo por sí mismo de lo que comúnmente se le atribuye, mientras que el
escrito constituye una forma completamente distinta de utilización de los
recursos lingüísticos (y cuando se escribe como se habla, suele resultar
virtualmente imposible de entender).
Por
estas razones, los materiales gráficos que incluyen expresiones faciales y
corporales (sean en fotografía, dibujo o secuencia de vídeo) constituyen una
buena base para medir los recursos básicos de capturar los estados en las otras
personas. Existen múltiples formatos de pruebas que van desde la descripción
verbal del estado o el uso de etiquetas igualmente verbales (triste, enfadada,
incómoda, etcétera) hasta la detección de inconsistencias entre lo que una persona
dice y los aspectos no verbales de su expresión. En general, el principio de
estos sistemas de medición es que las personas con buenos recursos de
representación interpersonal serán capaces de: (1) cometer pocos errores en la
inferencia del estado de la persona; y (2) poder discriminar entre un mayor
número de estados internos.
Al
tratarse de material figurativo que incluye actividad gestual, es muy
importante que se pueda garantizar la correspondencia con el estado real.
Existe una considerable cantidad de trabajos, desde el ámbito de las emociones
y del de la comunicación no verbal, que han sistematizado el tipo de gesto
asociado a estados emocionales y a estados internos más complejos. Por ello
utilizando estos datos es factible seleccionar imágenes que los contengan de
manera explícita. Alternativamente, dada la abundancia de documentación gráfica
(y videográfica) de esta época, es también factible utilizar expresiones de
personas que han sido capturadas en situaciones reales.
Predicción de comportamiento
En
este caso se introduce algo más de información contextual, describiendo una
situación o presentando una secuencia de imágenes o una filmación corta. El
tipo de actividad, en este caso, no es la mera representación sino que incluye
ya cierto razonamiento, al solicitarse que la persona realice una predicción
del comportamiento futuro de la persona o personas que se encuentran en esa
situación. En este caso, la elección de situaciones válidas, así como de las
soluciones correctas, resulta menos evidente, siendo necesario controlar
explicaciones alternativas. Por ejemplo, si se describe el fallecimiento del
hijo de una persona, es muy probable que se produzca un estado de profundo
dolor en esa persona. Pero no es igual de evidente en el caso del fallecimiento
de un progenitor, ya que podrían existir situaciones de alivio (como en casos
de enfermedades degenerativas, en las que la persona afectada deje de sufrir y
los familiares dejen de verla sufriendo) o de liberación (si se tratara de un
progenitor sumamente dominante) las cuales podrían modular el eventual dolor
por la pérdida.
De
manera general, las situaciones elegidas deben haberse calibrado y estudiado
con mucho detalle y siempre bajo el control de una o varias personas
verdaderamente expertas. La referencia de lo que uno mismo sentiría en esa
situación es habitualmente poco recomendable, ya que nada garantiza que uno
mismo sea el referente óptimo de inteligencia interpersonal ni que la
interpretación que se ha hecho de la situación sea la única posible. Tomadas
las pertinentes precauciones, los procesos implicados en este tipo de pruebas
incluyen tanto la representación de la información disponible (verbal o en
imágenes) en formato interpersonal y el razonamiento con dichas
representaciones. Por ello, complementan las del anterior apartado con la
dimensión de utilización de las representaciones. Sin embargo, nótese que un
error en la respuesta puede estar tanto producido por una mala representación
de la información, como por una buena representación seguida de un mal
razonamiento.
Situaciones complejas
Las
situaciones complejas lo son tanto por la abundancia de información, de manera
que se reproducen todos los elementos de situaciones naturales (gesto, habla,
contexto), como por el tipo de respuesta, la cual no se ajusta a una opción
correcta sino que requiere explorar diversas alternativas y formas de
razonamiento.
El
tipo de estímulos pueden ser semejantes a los descritos en el apartado
anterior, si bien es preferible que tengan una mayor extensión. Incluso se
pueden utilizar películas comerciales u obras literarias. La razón es que, las
situaciones reales requieren también de operaciones de filtrado de las
informaciones que no son relevantes, cosa que es poco probable que se produzca
en secuencias o descripciones muy cortas, ya que la propia estructura de la
tarea intenta recoger todos los elementos relevantes para tomar la decisión.
Sin embargo, la construcción de buenas representaciones en situaciones ecológicas
pasa claramente por disponer de patrones perceptivos que filtren la información
que no aportará nada a la representación, perjudicará su calidad o, incluso,
impedirá su consolidación. En consecuencia, las personas que demuestran una
elevada funcionalidad en el filtrado de informaciones están dando prueba de
disponer de recursos representacionales sólidos que ya han sido empleados para
generar los patrones perceptivos que filtran eficientemente la información. En
caso contrario, es decir, cuando los recursos representacionales son poco
adecuados, es de esperar que o bien no existan patrones perceptivos o que
dichos patrones sean poco eficientes, dejando pasar informaciones
insubstanciales o inadecuadas, las cuales van a perjudicar el razonamiento
basado en las mismas.
Por
otro lado, las situaciones complejas también permiten plantear formas de
razonamiento de carácter exploratorio, al estilo de “qué hubiera pasado si ...”
o bien de considerar múltiples alternativas a una determinada situación, lo que
constituye, además, una prueba de resistencia a la fijación propiciada por el
desenlace observado en la narración o película. También en términos de
razonamiento, la descripción de las causas que han desencadenado los
hechos descritos aporta interesantes pistas acerca de la importancia de las
representaciones interpersonales de la persona evaluada. Es de esperar que
quien se mueva con comodidad con este tipo de representaciones apele
frecuentemente a estados internos de los protagonistas (como, “fulanita se
sintió despreciada por la acción de menganita y acabó enfureciéndose
porqué creía que no merecía ese trato”) en contraposición a la
descripción de hechos más propia de las personas con recursos de carácter
interpersonal escasos (como, “al no comunicarle que había cambiado de trabajo,
la otra se enfadó”, caso en que se demuestra que se ha percibido el
enfado pero no la mecánica que ha conducido al mismo). De manera semejante, se
pueden plantear situaciones de valoración explícita: “¿Cómo crees que se siente
el protagonista cuando ...?” De nuevo la aparición de matices en el estado
interno así como de argumentación causal de los mismos resulta un buen
indicativo de la inteligencia (Embregts y van Nieuwenhuijzen, 2009).
Al
no tener una única respuesta correcta (o resultar virtualmente imposible de
determinar) este tipo de pruebas no permiten una cuantificación precisa. Sin
embargo, si se sacrifica esta precisión, permiten una estimación muy realista
del conjunto de recursos de una persona, sin las distorsiones que suelen
emerger cuando se pretende un control detallada de la situación y se busca la
máxima comparabilidad de las respuestas.
Auto-informes
Las
formas de medición descritas hasta aquí se corresponden con situaciones de
rendimiento en la que la persona utiliza los recursos disponibles. Sin embargo,
son bastante utilizados instrumentos en forma de cuestionario a través de los
cuales quien responde se describe a sí mismo. Este tipo de cuestionarios
presentan algunos aspectos a considerar con cierto detalle: por un lado, es
bien conocido que los auto-informes son muy susceptibles de distorsión en la
respuesta, sea de manera intencional, por errores de interpretación o por mera
conformidad social. En general, la respuesta declarativa referida a aspectos
que tienen transcendencia social o bien que incluyen opciones “políticamente
correctas” acumula numerosos sesgos por motivos de distinta índole. Por ejemplo
ante la pregunta “¿Es Usted solidario/a?” Habrá un conjunto de respuestas
afirmativas que pueden incluir, entre otros, los siguientes casos: (1) quien
piensa que lo es y además lo es; (2) quien piensa que lo es, pero no lo es ni
lo sabe; (3) quien tiene una clara intuición que estará mal visto —y puede que
le traiga problemas— responder que no; (4) una versión semejante a la anterior,
pero basada en un indicio objetivo de corrección política: en la pregunta
aparecía un término intencionalmente no sexista; o (5) quien no es solidario
pero no tiene arrestos para declaralo.
Del
mismo modo, una respuesta negativa puede tener varios orígenes: (1) quien no es
solidario y es lo bastante ingenuo para decirlo; (2) quien quiere demostrar
unos arrestos (o dimensiones gonadales) desmesurados y responde que no para
provocar; o (3) quien, de hecho, es solidario —probablemente más que muchas de
las personas que han respondido positivamente— pero cree que todavía no lo es
suficientemente.
Pero,
por otro lado, existe un aspecto de las representaciones interpersonales que
hace que la consciencia de las mismas sea un tanto ambigua: para darse cuenta
que otras personas funcionan mejor que una misma en este ámbito hay que tener
una cantidad considerable de recursos de representación interpersonal. El feed-back
de las interacciones sociales admite suficiente variabilidad de explicaciones
como para justificar todo tipo de competencias (e incompetencias). A modo de
ejemplo, atribuir las dificultades de comunicación a un escaso entendimiento
por parte del interlocutor es un argumento común. Por ejemplo, Juchniewicz
(2010) en un estudio realizado con profesores de música, destaca los correlatos
de la inteligencia interpersonal con la valoración de los docentes por parte de
sus alumnos, a la vez que indica la existencia de atribuciones justificativas
(utilizando argumentos como el citado en la frase anterior) que evitan a los
casos con menores recursos tomar consciencia de sus limitaciones
representacionales. De manera más general, si se asume que las otras personas
funcionan como una misma, es prácticamente imposible admitir que alguien pueda
sentirse de manera distinta a como nos sentiríamos nosotros en una determinada
situación, aunque ello no significa que entendamos a las personas que se
encuentran en dicha situación.
En
conjunto, los dos argumentos sucintamente expuestos en los párrafos anteriores
obligan a considerar con muchas precauciones los datos originados en una
auto-descripción. Además, no hay que olvidar que se basa en un supuesto que, al
menos en términos psicológicos, no es de fácil sustentación: que toda persona
se conoce perfectamente a sí misma.
Confusiones comunes
La
divulgación de contenidos relacionados con la inteligencia interpersonal,
especialmente cuando se la ha asociado a la inteligencia emocional, ha
introducido algunos aspectos confusos. En este apartado se considerarán cuatro
de las principales confusiones y se aprovecharán estas consideraciones para
completar la delimitación de las bases de la inteligencia interpersonal.
La
primera confusión es integrar bajo la denominación de “inteligencia emocional”
(frecuentemente representada por las siglas IE) tanto la inteligencia
intra-personal como la inter-personal. Es cierto que en ambas las emociones
tienen un papel importante, si bien ni la una ni la otra se limitan a la
representación de emociones: ambas abordan estados, sea de la propia
persona, en el caso de la inteligencia intrapersonal, o de otras personas, en
el de la interpersonal. Los estados abarcan tanto elementos emocionales como
racionales, disposicionales e incluso conocimiento. Por ejemplo, el llamado
meta-conocimiento (conocer sobre qué contenidos tenemos conocimiento, cuánto o
cuán preciso es) es una dimensión de las representaciones intra-personales y no
implica ninguna acción de las emociones.
Ciertamente,
cuando Goleman acuñó el término de “inteligencia emocional” en 1996, consiguió
una marca, esencialmente comercial, exitosa. Sin embargo el espacio conceptual
que incluye es bastante ambiguo y el propio Goleman ha derivado en distintas
direcciones para establecer de forma más rigurosa dicho espacio (por ejemplo,
publicó diez años después, otra monografía sobre inteligencia social). Sin duda
alguna, las emociones son un lícito atractor de intereses tanto científicos
como comunes, pero la conjugación de «inteligencia» con «emociones» sugiere un
desmesurado protagonismo de las mismas. La aproximación de Gardner (1983, 1993)
—a la sazón, anterior a Goleman— presenta un espacio mejor delimitado y
justificado, tomando los objetos representados (la propia persona o los otros)
como núcleo principal, sin menoscabo de que las emociones desempeñen un papel
notable en ambos espacios.
Además,
el acceso a los propios estados es directo, mientras que accedemos a los
estados de los otros a través de la inferencia basada en su comportamiento.
Precisamente ante la captura de estados emocionales, los mecanismos de
actuación de las emociones acostumbran a modular (e incluso distorsionar
notablemente) los procesos que permiten detectarlas en uno mismo (Damasio,
1994). De este modo, por ejemplo, una persona que siente la emoción del miedo
tiende a centrar su atención en el objeto o situación que le ha disparado esa
emoción, considerándolo como algo objetivo. En raras ocasiones esta persona
identifica su estado como tal y pondera racionalmente las causas reales del
mismo. En cambio, detectar miedo en otra persona (y comprender que su
comportamiento está motivado por dicho miedo) es un proceso libre de estos
efectos moduladores, ya que el miedo de otra persona no está influyendo
(demasiado) en los procesos racionales del observador. Cuando percibimos estados
—sean emocionales o no— en otras personas utilizamos, principalmente, los
canales visual y auditivo, mientras que los estados de uno mismo se perciben a
través de canales propioceptivos.
Un
segundo concepto que aporta cierta ambigüedad y algunas confusiones es el de
“empatía”. Suele definirse como la capacidad de identificarse con los estados
de otra persona y, recientemente, se han identificado algunos mecanismos
neuronales, como las denominadas “neuronas espejo”, a los cuales se les
atribuye esta funcionalidad empática (Baird, Scheffer y Wilson, 2011).
Ciertamente, estas neuronas permiten sustentar ciertos mecanismos en los que la
percepción de estados emocionales en otros puede servir como disparador de esos
mismos estados, es decir, como un mecanismo de “contagio” emocional. Es bien
conocida la situación de contagio de la risa, en la que se acaba riendo porque
otras personas ríen (y no porque algo divertido nos haya provocado la risa) o
la tradicional existencia de personas que lloraban —de manera virtualmente
profesional— en los entierros, para garantizar la emoción de tristeza en los
asistentes. De todos modos, este mecanismo tiene unas posibilidades de
actuación limitadas y muy circunscritas a emociones básicas (Arbib, 2011). Para
poner el caso, al tratar con estados más complejos, como el estado de
preocupación, en los cuales se mezclan elementos emocionales, racionales y
conocimiento, el contagio resulta bastante menos evidente (Hooker y cols.,
2008). También en las situaciones en las cuales el contexto propio difiere del
de otra persona, como cuando se ha aprobado un difícil examen mientras que la
otra persona ha suspendido, las posibilidades de contagio son bastante escasas.
La
cuestión central reside en que representar los estados de otras personas no
pasa necesariamente por compararlos con los estados propios (Uithol, van Rooij,
Bekkering y Haselager, 2011). En un ejemplo evidente, si a una persona le gusta
mucho un determinado alimento, el cual produce asco a otra persona, la primera
puede llegar a diferenciar sus propias apetencias de las de la otra persona. Lo
contrario es suponer que todas las personas pensamos y sentimos de manera
idéntica —cosa que ciertamente está sustentada por los rudimentos de la teoría
de la mente— lo que constituye un error de bulto en términos de representación
interpersonal.
Al
considerar el conocimiento se produce una situación semejante: en general, todo
el mundo actúa de manera congruente con lo que sabe, pero no todo el mundo
tiene el mismo conocimiento. Tomando un ejemplo doméstico, cuando se añade agua
a aceite hirviendo (en una sartén, para poner el caso) se dispara un proceso
físico por el cual, el agua, que es más pesada que el aceite, tiende a ir hacia
el fondo de la sartén, pero el aceite hierve a bastante más temperatura que el
agua, por lo que esta alcanza el punto de ebullición rápidamente, se convierte
en vapor y asciende, arrastrando con ella partículas de aceite que salen
despedidas. En el mejor de los casos las salpicaduras solamente pringarán la cocina,
pero la persona que está cocinando puede sufrir algunas desagradables
quemaduras. En los casos de personas con experiencia en la cocina, esta
situación forma parte de su conocimiento y tenderán a evitar el freír productos
mojados, o bien protegerán la zona circundante a la sartén cuando no es posible
evitar la situación. Sin embargo personas no experimentadas, probablemente se
verán sorprendidas por esta reacción y sufrirán las consecuencias.
Pero
lo importante es que en ambos casos se ha actuado de acuerdo con lo que se
conocía (o no se conocía) y, en términos de representaciones interpersonales,
es posible predecir cómo actuará una persona que no tenga conocimiento (o lo
tenga incompleto) de una situación, aunque quien lo prediga sí disponga de dicho
conocimiento. La situación contraria (predecir la actuación de alguien que
tiene más conocimiento) es bastante más compleja, pero no imposible de
aproximar. De manera semejante, aunque en un ejemplo más extremo, es posible
representarse cómo se siente y funciona una persona con la enfermedad de
Alzheimer, por supuesto sin haberla sufrido uno mismo. Consecuentemente, la
inteligencia interpersonal va bastante más allá de la mera empatía y, cuando
existen buenos recursos, permite abarcar situaciones que no se corresponden con
estados o con experiencias propias.
En
tercer lugar, se suele asumir que la inteligencia interpersonal (o la
intrapersonal, o la emocional, o cualquier forma de inteligencia) es
necesariamente ética. En estos casos se asocia “inteligencia” a un tipo de
conducta asociada a valores positivos. Pero no es el caso. Inteligencia y
valores son dos elementos separados y los recursos intelectuales se utilizan en
función de los valores —y circunstancias— de cada cual. Por ello, la
optimización de recursos de inteligencia interpersonal no conduce
necesariamente a conductas irreprochables. Por ejemplo, como indican Côté y
colaboradores (2011) puede conducir a engañar mejor. La consecuencia es que las
dimensiones éticas y de comportamiento adecuado han de ser formadas de manera
independiente y paralela.
La
cuarta confusión está muy relacionada con la anterior: con frecuencia, los
programas de mejora de la inteligencia interpersonal son, esencialmente,
programas orientados a un comportamiento determinado (ético, correcto,
educado). Por ello, no suelen generar variaciones relevantes en los recursos
funcionales de inteligencia interpersonal, sino que, en el mejor de los casos,
permiten construir pautas de conducta más adecuadas (Nestler y Goldbeck, 2011).
De todos modos, este tipo de enfoque tiene una efectividad limitada. Muchos
programas consolidan recursos conductuales básicos —aunque no por ello menos
valiosos— como añadir un “por favor” a las peticiones o esperar a que se
conceda la palabra para hablar. Son, de hecho, elementos de protocolo más que
mejoras en la inteligencia interpersonal. Cuando se abordan situaciones más
complejas, como mejorar la comunicación, estos recursos funcionan bien en
situaciones muy deterioradas, en las cuales se pasa de una comunicación
desastrosa a una comunicación de mínimos, que ya es algo. Sin embargo, cuando
se intentan conseguir cotas más elevadas de comunicación, necesariamente se
debe recurrir a representar qué estados (pensamiento, motivaciones,
intenciones, valores, emociones) concurren en la persona con quien se comunica
(Kotsou, Nelis, Grégoire y Mikolajczak, 2011). Y esto no se puede resolver con
protocolos.
La
mejora de la inteligencia interpersonal pasa, como en cualquier otra
inteligencia, en articular los recursos disponibles en funciones, es decir, en
utilizarlos. Existen diferencias individuales notorias tanto en la cantidad
como en el tipo de recursos disponibles, por lo que sin duda existen funciones
que algunas personas no podrán articular. Pero, más allá de esta limitación
genérica, se debe considerar que la articulación de funciones de inteligencia
interpersonal está coartada por la escasa disponibilidad de situaciones en las
que existan referentes claros —y explícitos— de funcionamiento correcto. Por ejemplo,
en términos de inteligencia verbal o musical existen referentes claros de
buenas producciones (ciertamente, al lado de producciones de menor calidad,
pero elevada popularidad, aunque esto sucede en cualquier ámbito). Pero en
cuanto a inteligencia interpersonal, predominan los criterios de comportamiento
(ético, culturalmente correcto, aceptable) por encima de los procesos
propiamente intelectuales. En la comparativa con las otras formas de
inteligencia, sería como considerar como la mejor literatura la más vendida y,
lo que sería aún peor, la que se ajustara a determinados criterios
arbitrariamente establecidos. Este tipo de restricciones no solamente limitan
la creatividad, sino que también premian funciones poco lucidas, en detrimento
de las funciones más sofisticadas. En este contexto, las funciones de
inteligencia interpersonal se construyen de manera azarosa, en función de
combinaciones aleatorias de recursos hasta que alguna de ellas funciona. Y, en
ocasiones, pueden servir para generar publicidad engañosa o manipulación
política; eso sí, respetando escrupulosamente los protocolos de comportamiento
oficiales.
Conclusiones
El
espacio de las emociones ha demostrado surtir un gran atractivo tanto a la
comunidad científica como a la población general. Es probable que, detrás de
este atractivo, se encuentre un movimiento bien realizado en el que se
reclamaban unos espacios de competencia intelectual que no estaban incluidos en
los tradicionales CI y factor g. De hecho, además de trabajos pioneros muy serios,
durante los años 80 y 90 del siglo pasado, cristalizaron bastantes
aproximaciones a la actividad intelectual que la intentaban situar fuera del
laboratorio y fuera del marco escolar, en la que prestigiosos autores, como
Sternberg (1985), utilizaban etiquetas como “inteligencia práctica” (algo que
estaba perfectamente arraigado en la cultura popular con la distinción entre,
por ejemplo, una persona “lista” y otra de “inteligente”). La “inteligencia
emocional” de Goleman (1996) recogió gran parte de estas aproximaciones y,
además, supo destacar el importante valor aplicado de estas dimensiones. Quizá
su contribución fuera algo frágil en términos conceptuales y de los mecanismos
implicados, pero focalizó los esfuerzos en destronar la inteligencia tipo CI y
ampliar la semántica del término al asociarla con algo que nunca se había
vinculado al CI: las emociones. Ya se ha comentado que, como etiqueta
científica, “inteligencia emocional” más bien genera malentendidos. Sin
embargo, como slogan es magnífico y, sin lugar a dudas, consiguió el
propósito principal: recuperar el espacio de otras formas de inteligencia no
contenidas en el CI o en g.
Ahora
bien, al intentar acotar cuidadosamente los espacios conceptuales, un slogan
no suele resultar una herramienta útil, ya que incluye demasiadas connotaciones
subjetivas y algunas de explícitas. Por ejemplo, se ha sobrecargado el peso de
las emociones, en detrimento de representaciones de otros aspectos del
funcionamiento humano. Del mismo modo, la distinción entre intra-personal e
inter-personal no es fruto de una obsesión académica por clasificar y
desmenuzar, sino que recoge un conjunto de procesos perceptivos,
representacionales y de procesamiento netamente diferenciados. Así, una misma
persona puede perfectamente ser mucho más eficiente en una de las dos formas de
inteligencia (intra- o inter-personal), cosa que no tendría sentido si se
tratara de un mismo espacio. Probablemente el aspecto más olvidado al dar
preponderancia a las emociones es que se están manejando representaciones y, de
manera explícita, se están utilizando para pensar. Por tanto, no se
trata de un afloramiento espontáneo de estados emocionales que substituyen al
pensamiento o de un dejarse contagiar por las emociones de los demás. Las
personas que son competentes en términos interpersonales son capaces de
representar eficientemente a otras personas (los denominados objetos sociales)
y los contextos (físicos y culturales) en los cuales se producen las
interacciones. Ello implica representar estados, comportamientos y reglas de
interacción. Las emociones son una parte de estos estados, pero no pueden
omitirse los aspectos disposicionales (intenciones, personalidad), la
motivación, el conocimiento, el pensamiento o razonamiento ni los propios
recursos representacionales existentes en las otras personas.
Como
consecuencia de esta escasa atención a la dimensión representacional, ha habido
notables simplificaciones de la complejidad que sustenta el manejo de objetos
sociales. El rescate de conceptos como la “empatía” identificándolo con la
inteligencia interpersonal ilustra este tipo de simplificaciones. Tal como se
ha descrito, entrar en un estado semejante al que se encuentra otra persona es
una manera muy inexacta de comprender dicho estado. Sí es cierto que,
originalmente, el término “empatía” intentaba un alcance semejante a lo que hoy
en día se denomina “inteligencia interpersonal”, si bien en una época en la que
los instrumentos de descripción y análisis de procesos cognitivos estaban muy
limitados e, incluso, eran denostados por la corriente principal de explicación
psicológica. La utilización de un concepto previo más impreciso raras veces
aporta claridad o precisión a un espacio conceptual; más bien tiende a
conseguir los resultados contrarios. La empatía era la intuición de un
espacio conceptual, mientras que la inteligencia interpersonal es la
delimitación del mismo.
A
pesar de la indudable consistencia física de los mecanismos neuronales, las
“neuronas espejo” y mecanismos afines constituyen otra reducción del espacio
conceptual, en este caso basada en el atractivo y solidez de los mecanismos
físicos. Pero su potencial explicativo es limitado. Las dimensiones físicas de
cualquier proceso cognitivo son, sin lugar a dudas, complementos imprescindibles
y valiosos datos que iluminan el funcionamiento mental humano. Ello no impide
que su identificación con el funcionamiento mental sea una forma de
reduccionismo (ya que suelen omitir las interacciones entre mecanismos,
componentes corporales e instrumentos, así como las formas de utilizar dichos
mecanismos) y, sobretodo, es una sobre-simplificación flagrante intentar
explicar cualquier forma de cognición únicamente a partir de los mecanismos conocidos
en un momento dado. Cabe insistir en que estos mecanismos neuronales explican
cosas, pero no lo explican todo, del mismo modo en que cabe confiar en que el
desarrollo de la neurología irá añadiendo valiosos mecanismos que actúan como
base física de las representaciones y su procesamiento.
En
situaciones reales, como las que suele tener especial utilidad la inteligencia
interpersonal, raras veces se encuentran escenarios en los cuales se pueda
funcionar con un solo tipo de representación. La complejidad emerge en casi
cualquier circunstancia y hace posible tanto la coexistencia de distintas
combinaciones de recursos para afrontar una determinada situación, como la
necesidad de combinar diferentes formas de representación, operando con
estructuras representacionales igualmente complejas. Así, «comunicarse» en condiciones
reales implica una variedad de recursos muy considerable, entre los cuales se
encuentran elementos verbales, motores (relacionados con el gesto), espaciales,
de gestión de memoria, intrapersonales y, de manera destacada, interpersonales.
Los niveles moderados de efectividad comunicativa pueden conseguirse sin
demasiadas contribuciones de las representaciones interpersonales, pero los
niveles altos requieren de una eficiencia representacional de objetos sociales
igualmente alta.
Es
en este contexto en el cual los programas (educativos, de entrenamiento)
orientados a la adquisición de comportamientos adecuados tienen una efectividad
limitada. Por ejemplo, escuchar a otra persona no significa entender a dicha
persona. Incluso puede producirse que, en situaciones de discursos inconexos o
poco coherentes, escuchar atentamente complique, más que favorezca, la
comprensión. Así, pues, conseguir que se aprenda a escuchar es un objetivo
relativamente sencillo que no pasa por ninguna forma sofisticada de inteligencia
interpersonal. Pero pasar de la escucha a la comprensión no consiste en cambiar
algún comportamiento o en dirigir la atención de una determinada manera: pasa
por disponer de recursos de representación interpersonal —y utilizarlos— cosa
que va a depender de la configuración de cada persona. No se trata, pues de
habilidades universalmente entrenables, sino de un proceso genuinamente
intelectual en el que se construyen funciones a partir de los recursos
soportados por el cerebro de cada persona. Esta situación no impide que,
habitualmente, mejoras en la funcionalidad interpersonal sean posibles en todo
el mundo, pero el techo de cada cual es particular.
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______________________
Resumen
El
propósito de este trabajo es el de delimitar el espacio conceptual de la
inteligencia interpersonal, relacionándolo con las situaciones en las cuales se
utiliza. Para ello, se establecen, en primer lugar, los aspectos relacionados
con la naturaleza intelectual y el tipo de objetos representados. Sigue un
apartado dedicado a los orígenes de la misma y su función en la adaptación de
la especie humana. Un tercer apartado trata del tipo de procedimientos
adecuados para su medición, no como una recopilación de instrumentos comúnmente
utilizados, sino como una manera de hacer explícitos qué tipo de indicios son
buena prueba de este tipo de inteligencia. A continuación se describen algunas
de las principales confusiones asociadas a la idea de esta forma de
inteligencia, integrando finalmente todos los aspectos tratados en el apartado
de conclusiones.
Palabras
clave: Inteligencia,
Inteligencia social, Inteligencia interpersonal
Abstract
The purpose of this paper is
to define the conceptual space of interpersonal intelligence, relating to
situations in which it is used. To this end, we establish, first, some aspects
related to their intellectual nature and the type of objects represented.
Second, it follows a section devoted to the origins of interpersonal
intelligence and its role in human adaptation. A third section explains the
type of procedures for its measurement, not as a collection of tools commonly
used, but as a way to make explicit what kind of evidence is appropriate as a
example of this intelligence. Finally, we describe some of the main confusions
associated with the idea of this form of intelligence, integrating all aspects
previously discussed.
Keywords: Intelligence, Social Intelligence, Interpersonal
intelligence
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