El apego es el lazo afectivo más importante que establece el ser humano durante la primera infancia, el vínculo que le garantiza sentirse aceptado y protegido de manera incondicional. Su desarrollo depende del establecimiento de rutinas sincronizadas: el tono, los gestos, la expresión, la mímica, la mirada…, entre el niño y sus padres durante los primeros meses de vida.
Los primeros trabajos sobre la importancia de las relaciones tempranas del niño se deben a René Spitz (Viena, 1887 - Denver, Colorado, 1974).
Este famoso médico y psicoanalista mostró, en "El primer año de la vida del niño", los efectos devastadores de la privación afectiva en el desarrollo infantil a través de sus investigaciones sobre el hospitalismo, demostrando que cuanto más temprana y más prolongada es la privación de las figuras de apego, más demoledores son sus efectos.
Sin embargo fue John Bowlby (Londres, 1907 - Isla de Skye, Escocia, 1990), otro destacado psicoanalista profundamente interesado por el desarrollo infantil, quien realizó las primeras investigaciones sobre la teoría del apego, un modelo
explicativo que defiende que los vínculos afectivos en aves y mamíferos (incluido el ser humano) son fundamentales para su desarrollo psicológico.
Por otra parte, las investigaciones de Bowlby estuvieron muy influenciadas por los estudios con gansos y patos realizados en los años 50 por Konrad Lorenz (Viena, 1903- Alterberg, Austria, 1989), médico y zoólogo, fundador de la etología y Premio Nobel de Medicina (1973).
Amante de los animales desde niño, en sus investigaciones observó que en el momento de nacer hay un período crítico durante el cual se establece un fuerte lazo de unión (vínculo de apego) entre las crías y sus madres, a las que siguen nada más romper el cascarón.
Descubrió también que las crías le seguían a él, como si fuera su madre, si en el momento de nacer ésta estaba ausente. A este lazo de unión Lorenz lo llamó impronta. Gracias a ésta el animal recién nacido fija su atención, sigue y se vincula con el primer objeto que ve, oye o toca. Este objeto es normalmente la madre o, en su defecto, cualquier otro ser que se mueva como ella.
Pero fue en realidad Harry Harlow (1905-1981) con sus investigaciones con monos (que le llevaron a descubrir la necesidad universal de contacto), quien encaminó a Bowlby a la construcción de la teoría del apego. En sus experimentos, Harlow separó
a los monos de sus madres reales y los colocó en una jaula con dos madres sustitutas construidas a base de madera y cables, y con caras que imitaban las de los monos. Una de estas madres estaba recubierta con telas afelpadas, lo que permitía al bebé mono abrazarse a ella. La otra no era más que un armazón de madera y alambres dotado de pezones artificiales. Por otra parte, mientras que la mitad de los bebés eran alimentados con un biberón acoplado a la madre de trapo, la otra mitad recibía la leche a través de los pezones de la madre de alambre.
Sorprendentemente, Harlow descubrió que los monos pasaban de 17 a 18 horas diarias con la madre de trapo y menos de una con la de alambre, con independencia de cual de las dos les proporcionase el alimento. Con ello demostró que el desarrollo del apego de los monos Rhesus no está en dependencia del amamantamiento, sino de la posibilidad de acurrucarse al lado de la madre y abrazarla amorosamente.
Aunque no está comprobado que las cosas funcionen igual en el caso de nuestra especie, los experimentos de Harlow han incitado a otros investigadores a buscar explicaciones del vínculo de apego humano en factores más allá de los procesos de condicionamiento y de aprendizaje.
Podríamos definir el apego como el establecimiento de un vínculo afectivo intenso, especial, privilegiado y duradero entre dos personas, que se desarrolla a través de interacciones recíprocas. Se trata de un vínculo cuyo primer objetivo es la búsqueda de cercanía y seguridad en momentos de amenaza, que tiene un enorme valor para la supervivencia de los individuos y de la especie, que favorece la exploración del entorno y las respuestas adaptativas al mismo, que prefigura un modelo de relaciones y que se va reelaborando de forma continua a lo largo de toda la vida.
Tal como señala Bowlby, el apego es el lazo afectivo más importante que establece el ser humano durante la primera infancia, puesto que se trata de un vínculo que garantiza la seguridad emocional del niño: ser aceptado y protegido de manera incondicional. Se va construyendo paulatinamente mediante las interacciones sociales entre el bebé y sus cuidadores a lo largo de los primeros meses y su desarrollo depende del establecimiento de rutinas sincronizadas (el tono, los gestos, la expresión, la mímica, la mirada…) entre el niño y sus padres durante los primeros meses de vida.
Efectivamente, los niños al nacer están indefensos y muy necesitados de las atenciones de sus padres. Por ello están programados para vincularse con los otros. Así, nacen con un repertorio de conductas impulsivas y emocionales que tienen como finalidad provocar la respuesta de los padres: Llorar, gritar, succionar, patalear, balbucear, sonreír o reclamar ser acunado, no son más que estrategias del bebé para vincularse con sus padres, para mantener la proximidad con ellos, para resistirse a la separación, para dejar patente su disconformidad cuando ésta se produce (angustia del octavo mes). Se trata de una auténtica póliza de seguros que protege al niño de todo tipo de riesgos y peligros, que garantiza su alimentación, atención y cuidado, que favorece la cercanía e interacción con las figuras parentales y que le hace sentirse aceptado y protegido de manera incondicional por ellas.
El vínculo de apego es un rastro filogenético que hunde sus raíces en la noche del tiempo, en la historia biológica de la especie. Su sentido último no es otro que permitir la seguridad emocional del bebé (la pérdida de las figuras de apego se concibe como amenazante y provoca sentimientos de desamparo o abandono) y favorecer la supervivencia del individuo y de la especie (la proximidad de las figuras de apego es un elemento protector que favorece la continuidad a nivel ontogenético y filogenético). En este último sentido, la especie humana necesita establecer lazos afectivos y relaciones sociales adecuadas, vínculos de apego y amistad, para sobrevivir y desarrollarse; y otro tanto sucede con cada individuo concreto en orden al desarrollo integral de su personalidad.
Bowlby defiende que el establecimiento de un vínculo estable y selectivo se desarrolla tempranamente mediante diferentes sistemas relacionales que permiten al bebé establecer mecanismos que regulen las dinámicas de alejamiento-cercanía con respecto a sus cuidadores. Son los siguientes: 1) El sistema de conductas de apego, 2) El sistema exploratorio, 3) El sistema de miedo a los desconocidos, y 4) El sistema afiliativo.
El sistema de conductas de apego es un sistema relacional básico que hace referencia a los fuertes lazos emocionales que un bebé establece con aquellos cuidadores con los que desea tener una relación privilegiada a través de conductas
tales como la sonrisa, el llanto, el contacto táctil, etc. Estas conductas se activan cuando se incrementa la distancia entre la figura de apego y el bebé, o cuando éste percibe peligros o amenazas, con el objetivo de restablecer la seguridad emocional y la proximidad. Por otra parte, este sistema determina las relaciones que el niño establecerá en el futuro con personas, situaciones y objetos.
El sistema exploratorio es la tendencia del bebé a interesarse por el mundo de las personas y de los objetos. Los bebés exploran de forma incansable el mundo social y físico que les rodea, utilizando para ello el cuerpo, la acción, la emoción, el movimiento y los sentidos. Tocan, agarran, sueltan, chupan y miran todo lo que está a su alcance; y lloran, ríen, patalean, se enfadan o contentan. Este sistema está en estrecha relación con el anterior, si bien tiene una cierta incompatibilidad con él, puesto que cuando se activan las conductas de apego dismuinuye la exploración del entorno.
El sistema de miedo a los desconocidos es la tendencia del bebé a relacionarse con cautela con las personas extrañas, o a rechazarlas. Esta conducta ya fue investigada por Spitz, quien la denominó "La angustia del octavo mes." Este sistema está también relacionado con los anteriores, ya que su activación supone una disminución de las conductas exploratorias y un aumento de las conductas de apego.
Por último, el sistema afiliativo (en cierta contradicción con el sistema de miedo a los extraños), hace referencia al interés que muestran los individuos, y no sólo los de la especie humana, por mantener proximidad y establecer relaciones con otros sujetos, incluso con aquellos con los que no se han establecido lazos afectivos. Inicialmente, los bebés no tiene preferencia por los conocidos, ni sienten miedo por los desconocidos. Sin embargo, poco a poco van manifestando su preferencia por las personas que les cuidan. Así, a los tres meses son capaces de reconocer globalmente a su madre (antes tan sólo reconocen algunos elementos parciales, como su rostro). Entre los tres y seis meses ya discriminan perfectamente a conocidos y extraños, si bien rechazan a estos últimos. Entre los seis meses y el año los bebés prefieren claramente a sus cuidadores, rechazando a los desconocidos. Y así, cuando el vínculo de apego ya está ya formado, a partir de los seis meses, aparecen las protestas del bebé y la ansiedad de separación ante la ausencia de las figuras de apego, mientras que el reencuentro con ellas provoca alegría y sosiego. A partir del primer año, el niño va consiguiendo una cierta independencia de las figuras de apego gracias a sus capacidades locomotoras, verbales e intelectuales, lo que le provoca a su vez conflictos, puesto que la independencia supone ganancias, pero también pérdida de privilegios.
En consonancia con todo lo anterior, el apego es el vínculo emocional que desarrolla el niño con sus cuidadores, vínculo que le proporciona la seguridad emocional de estar protegido y de ser aceptado de forma incondicional, algo que resulta necesario para un desarrollo armónico e integral de su personalidad. En este sentido, la seguridad, inseguridad, ansiedad o zozobra de un niño está mediatizada en buena medida por el nivel de accesibilidad de su principal figura de afecto (importa más la accesibilidad inmediata que la presencia real inmediata), y por su capacidad para responder de forma adecuada, proporcionando al niño seguridad, protección y consuelo.
Según Bowlby, si una persona confía en contar con el apoyo de la figura de apego cada vez que lo necesite, tendrá menos riesgo de experimentar miedos intensos o crónicos que otra persona que no tenga ese grado de confianza. Si esta confianza, que se adquiere de forma gradual durante la infancia y la adolescencia, se instala en el individuo, tiende a perdurar a lo largo de toda la vida. Por otra parte, las expectativas que tiene un individuo sobre accesibilidad y capacidad de respuesta de su figura de apego se fraguan a lo largo del proceso de desarrollo y son un reflejo bastante fiel de sus experiencias reales.
La teoría del apego tiene un valor universal, como se pone de manifiesto en el hecho de que todas las culturas y todos los estilos de crianza concedan un enorme valor al cuidado de los niños y a las interacciones de sus cuidadores con ellos. No en vano las figuras de apego son la base desde la que el niño explora el mundo físico y social.
Más recientemente, Mary Ainsworth (1913-1999) ha encontrado, en sus investigaciones con niños ugandeses que hay diferentes tipos de interacción madre/hijo y que éstos influyen en la formación del vínculo de apego.
Ella ha encontrado en situación experimental diferentes patrones de apego, entre los que destacamos los tres siguientes:
1) Apego seguro: la relación se caracteriza porque los niños lloran poco y se muestran contentos cuando exploran en presencia de la madre.
2) Apego inseguro-evitativo: la relación con la figura de apego se caracteriza porque los niños no utilizan a su madre como base segura. No la miran para comprobar su presencia, sino que la ignoran. Se trata de niños que han sufrido muchos rechazos previos y que, para evitar frustraciones intentan negar la necesidad que tienen de la madre.
3) Apego inseguro-ambivalente: la relación con la figura de apego oscila entre la irritación, la resistencia al contacto, el acercamiento y el mantenimiento del contacto. Se trata de niños cuyas madres se comportan de forma inconsistente, mostrándose cálidas en unos casos y frías en otros. Estos niños no están seguros de que su madre esté disponible cuando la necesiten y, justo por ello, lo pasan mal ante la ausencia de la figura de apego, a la vez que se muestran ambivalentes ante su presencia.
Y es que como dice Maturana, "El amor es la emoción más intensa de todas; es el dominio de las conductas en las cuales el otro surge como legítimo otro en condiciones seguras. No es una virtud, no necesita mayor entendimiento, son las condiciones en las que el otro surge en condiciones seguras de otro, en combinación con uno", "El amor es el fundamento de la vida humana."
4 comentarios:
A todos estos (grandes investigadores...?)les ha faltado el apego del bebé al padre, tan importante como el apego a la madre (un fallo de feminismo...los hijos son de la madre..?) Si la madre les da seguridad, el padre les da sentido de exploración del entorno. Y después se necesita el desapego de ambos para tener una criatura autónoma, que es el fin de toda vida humana. Y esto si les dejan en los años de educación o deseducación.
Agradezco la aportación del profesor JM Durana, que resulta muy interesante en el contexto de una sociedad en la que la crianza de los hijos tiende a ser compartida por ambos padres.
Justo por ello, en el texto que encabeza este artículo se destaca que el desarrollo del apego depende del establecimiento de rutinas sincronizadas entre el niño y sus PADRES durante los primeros meses de la vida.
Y al decir “entre el niño y sus PADRES” se ha querido dejar abierta la puerta a todos los estilos de crianza: Familias con un padre y una madre; niños y niñas con custodia compartida; niños con dos madres; con dos padres; familias monoparentales...
En este contexto, ya no nos sirve la clásica división de papeles entre el padre y la madre, salvo algunas excepciones determinadas de forma estricta por la biología, como parir los hijos o amamantarlos. Los padres y las madres desempeñan hoy en relación con sus hijos e hijas (de forma conjunta, aunque quizá con algunos matices diferenciales), roles relacionados con el apego, con el amor, con el afecto, con la seguridad, con la apertura al mundo exterior, con los límites, con las normas… En definitiva, con los diferentes aspectos y dimensiones del proceso de socialización.
Por otra parte, el artículo pretende ofrecer una panorámica histórica en relación al constructo VÍNCULO DE APEGO, en cuya elaboración han participado de forma destacada todos los autores que se citan en el mismo. No obstante, tales aportaciones deben ser leídas en función de las nuevos descubrimientos de las ciencias sociales y de los nuevos estilos de relación parental vigentes en la actualidad.
Finalmente, tejer y destejer el apego: Es evidente que los padres tienen entre otras responsabilidades la de facilitar que sus hijos e hijas corten de forma definitiva el cordón umbilical, la de ayudarles a alejarse del nido, a levantar el vuelo, a convertirse en personas adultas.
Cuanto de acuerdo estoy contigo, José Emilio. En la práctica, se puede observar cómo los niños y niñas desarrollan apego con sus progenitores de diversa forma y en caso de no contar con ellos, con cualquier figura que les proporcione esa base segura de apego que les permite afrontar con seguridad la famosa "exploración del entorno" (y lo que resulte extrapolable de ello).
Además, hay que tener en cuenta que dichas investigaciones de produjeron en una época tradicional, en la cual las mujeres se dedicaban, en exclusiva, a educar y criar a los niños y niñas. Tradición que sigue estando presente en muchas culturas en la actualidad.
Sin entrar en las diferencias entre hombres y mujeres, la figura de apego no entiende de género, un ejemplo teórico lo tenemos en Lorenz quien se convertía, simbólicamente, en la madre o figura de apego de los patos.
En conclusión, lo importante de estas investigaciones son las aplicaciones prácticas que ellas tienen en la realidad del día a día, con los padres y madres. Y cómo su relación con los niños y niñas, así como con los/as adolescentes, les influye de forma bastante determinante, en su desarrollo evolutivo, en definitiva. Aplicaciones que permiten ayudar a estas familias a desarrollar buenas relaciones con sus hijos/as en pro de su desarrollo y posteriores relaciones de apego adultas.
Y todo lo anterior nos invita de alguna forma a aproximarnos a otro constructo, al concepto de RESILIENCIA.
La palabra resiliencia proviene del latín “resalire”, que significa “saltar y volver a saltar”, “recomenzar”, y designa la capacidad del acero para recuperar la forma inicial, para resistir a los intentos de deformación, a pesar de los golpes que pueda recibir.
Desde una perspectiva psicológica hace referencia a la resistencia a los traumas y, también, a una dinámica existencial. En efecto, la resiliencia no es un estado, sino un proceso, un tejido. No se adquiere de una vez para siempre, sino que se corresponde con una dinámica a lo largo de todo el ciclo vital.
En el transcurso de su vida, niños y adolescentes (o cualquier individuo de cualquier edad) van a encontrarse con diferentes personas que ejercerán como tutores de resiliencia (familiares, educadores, maestros, amigos, terapeutas …): Puntos de apoyo a los que aferrarse para recuperar el equilibrio perdido, para iniciar la propia reconstrucción, para tratar de afrontar los desafíos y dificultades que la vida nos presenta una y otra vez a lo largo de todo su periplo...
En la mayor parte de los casos va a ser el contacto con el “otro” el que abrirá la posibilidad de urdir un tejido de resiliencia: Es la mirada amistosa, la escucha atenta y respetuosa, el apoyo de una persona…, lo que va a permitir iniciar un proceso de resiliencia, un tejido que se teje con varios hilos a la vez, los “tutores de resiliencia”, que encarnan figuras acogedoras y protectoras que sostienen al niño para que pueda ir superando sus dificultades.
Aunque muchos de estos tutores son “invisibles”, la acción de estos últimos, a veces esporádica, puede convertirse en algo tan importante, o incluso más importante, que la que llevan a cabo los tutores institucionales: Padres, maestros, educadores, terapeutas…
En todo caso, unos y otros (tutores visibles y tutores invisibles de resiliencia) son un elemento fundamental para que nuestros niños y niñas puedan desarrollar sus potencialidades y para que crezcan a nivel sociopersonal.
Finalmente, propongo desde aquí la lectura de un libro bien interesante: "LA RESILIENCIA INVISIBLE. INFANCIA, INCLUSIÓN SOCIAL Y TUTORES
DE VIDA", de Isabel Martínez Torralba y Ana Vásquez-Bronfman. En el sitio web que se adjunta seguidamente se puede leer una recensión del mismo publicada en la "Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado":
http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/274/27411310019.pdf
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