«Cómo voy a creer, dijo el fulano, que el mundo se quedó sin utopías.
Cómo voy a creer que la esperanza es olvido. O que el placer una tristeza.
Cómo voy a creer, dijo el fulano, que el universo es una ruina, aunque lo sea.
O que la muerte es el silencio, aunque lo sea.
Cómo voy a creer que el horizonte es la frontera, que el mar es nadie,
que la noche es nada…» (Utopías, Mario Benedetti)
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Tras este hermoso poema de Mario Benedetti, resaltamos que el ser humano es un ser sumamente complejo, cuyo comportamiento exige explicaciones interdisciplinares, multifactoriales y pluricausales. No en vano somos hijos de nuestros genes y producto de los circuitos neuronales que pilotan el control de nuestro organismo, a la vez que fruto de los procesos dialécticos de la historia y la cultura; hijos, por tanto de los ambientes pasados de adaptación de la especie, y a un mismo tiempo de los contextos actuales (geográficos, políticos, jurídicos, económicos, tecnológicos, religiosos, familiares, escolares, sociales…) en los que nace y crece cada ser y grupo humano concreto. Somos, ya desde niños, máquinas especializadas en procesar información, así como pequeños científicos que construimos teorías explicativas de la realidad; y a la vez, el resultado permanentemente inacabado de nuestra experiencia, de procesos de condicionamiento, de refuerzos y castigos, de aprendizaje por imitación de modelos...
Somos, también, fruto de nuestras propias expectativas y de nuestros pensamientos, motivaciones y creencias. Y somos, además y al mismo tiempo, hijos de nuestros propios fantasmas inconscientes, que impulsan de forma dinámica y dialéctica nuestro propio destino desde el poder oculto y silencioso del eros y el thanatos, del placer y la realidad y de los conflictos internos entre nuestro ello, yo y super-ego, que tan ocultos como presentes, soterrados bajo el tippex de la censura, dan cuenta cabal de nuestra historia personal y colectiva y dirigen en buena medida nuestra existencia.
Y somos, finalmente, el resultado de múltiples mecanismos y procesos de comunicación, cuyas raíces más primitivas se insertan en la necesidad de relación y de afecto que tiene el ser humano desde su nacimiento, explicitado en primera instancia a través del diálogo corporal y emocional que mantiene el niño con su madre durante los procesos de maternaje, allá en los albores de la infancia, una experiencia radical y primitiva que predestina al ser humano al entendimiento, a la comunicación y al diálogo.
Tan solo desde esta complejidad (teniéndola en cuenta) se pueden abordar con rigor los fenómenos de la agresividad y de de la violencia humanas.
La agresividad no es otra cosa que esa fuerza natural y en principio positiva que hace posible que los seres humanos luchen por la vida, se esfuercen en ser profesionales competentes, busquen el logro, tengan afán por superar las dificultades de la existencia, o se nieguen a creer, parafraseando a Benedetti, que el mundo se quedó sin utopías, que la esperanza es olvido, que el mundo es una ruina, que el horizonte es la frontera o que la muerte es el silencio...
La agresividad (su fuerza positiva) permite que los seres humanos tengan el coraje suficiente como para comprometerse con el prójimo y con la vida, para luchar por la justicia y contra el (des)orden perturbador en que vive inmerso nuestro mundo, pletórico de desigualdades que matan, de corrupción, de estructuras socioeconómicas, políticas, jurídicas, relacionales y convivenciales injustas… De irracionalidad en una palabra, pues no en vano «Este sistema, que ya enloqueció a las vacas, está enloqueciendo a la gente», como señalaba con ironía y gracejo, en Porto Alegre, el argelino Ahmed Ben Bella.
Podemos afirmar, por tanto, que la agresividad forma parte de la rueda de la vida, de una vida que es fundamentalmente acción, movimiento, dialéctica, conflictividad, lucha de opuestos… de los que surgen el cambio, el desarrollo y el crecimiento, de manera que los conflictos son consustanciales a la naturaleza humana y, por ende, no solo inevitables sino también necesarios.
En consecuencia, el problema no está en los conflictos, sino en la forma en que éstos se resuelven, cuestión que nos permite abordar el segundo de los conceptos que hace un momento enunciábamos, el concepto de violencia.
El ser humano tiene una serie de armas muy poderosas para resolver los conflictos y para favorecer así la convivencia pacífica. Dispone del lenguaje, de la capacidad de negociación, de la racionalidad comunicativa… Como dicen los etólogos modernos (EiblEibesfeldt), los conflictos implícitos a cualquier conducta agresiva pueden ser resueltos, en el caso de los humanos, mediante la negociación verbal. O como ha señalado recientemente Geen, los seres humanos podemos no actuar de forma violenta, incluso cuando todo predispone a la agresión, puesto que podemos interpretar y evaluar las situaciones y solucionar de mejor forma los problemas o conflictos planteados. O más sencillo aún, hablando se entiende la gente, como reza el dicho popular.
Ahora bien, aunque los conflictos se pueden solventar desde la racionalidad comunicativa y la negociación verbal, los seres humanos los intentamos resolver con excesiva frecuencia recurriendo a la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, a la fuerza bruta, a la agresión física, verbal o moral, a la imposición, a la arbitrariedad, al autoritarismo, al control de las conciencias, a la humillación, al linchamiento…
A decir verdad la violencia nos viene de lejos. Llevamos maltratándonos al menos 36.000 años, como se desprende del reciente estudio del cráneo de un joven Neanderthal (el hombre de Saint Césaire), realizado por Christoph Zollikofer y otros paleontólogos de la Universidad de Zurich y publicado en la revista «Proceedings», estudio que viene a demostrar la existencia de violencia (hay otras muchas evidencias al respecto) entre los primeros pobladores de Europa.
Y esta violencia, ya presente en los albores de la historia de nuestra especie, y que no es más que el resultado final de una mala resolución de los inevitables y necesarios conflictos humanos, presenta hoy, en palabras de Galtung, un triple perfil:
1) El de la violencia personal (física, verbal o moral), la violencia de quien hace la guerra, mata, causa daños o acosa…
2) El de la violencia estructural, esa violencia sutil y envolvente que ejercen las instituciones y las estructuras sociales, la economía, las leyes…
3) La violencia cultural, la que anida invisible y sibilinamente en el pensamiento único, en la presentación fragmentaria de hechos, informaciones y conocimientos, en la desinformación o en la mentira, en la corrupción, en el autoritarismo, en la cultura del terror y del miedo, o en la legitimación del poder antidemocrático…
Y así la violencia, que en ocasiones tiene un carácter abierto y personal y que en otras habita bajo la neblina de las estructuras y de la cultura, está presente en todas partes, en las calles, en los medios de comunicación, en las pantallas de la televisión, el cine, internet y las videoconsolas, en la economía y en los mercados, en las leyes, en los gobiernos, en las fuerzas de orden público, en los ejércitos, en las familias, en las aulas…
Y son estos mismos perfiles de la violencia en general los que ofrece la violencia escolar, presente en sus cuatro grandes esferas de actividad:
1) En el microsistema: el aula, el escenario concreto en que se produce el aprendizaje escolar.
2) En el mesosistema: el centro y su proyecto curricular.
3) En el exosistema: la administración educativa.
4) En el macrosistema: el sistema envolvente, la sociedad, los valores, la cultura global.
Por ello el problema de la violencia escolar (o para hablar en positivo, los programas para favorecer y/o mejorar la convivencia en los centros educativos), no puede ser abordado de forma unidimensional, ni recurriendo a recetas o parches, sino que exige un abordaje sistémico, ecológico, interdisciplinar y pluricausal.
Por un lado, la violencia escolar (de alumnos frente a profesores, de profesores frente a alumnos, de alumnos entre si, de los alumnos frente al sistema…) depende del individuo, de sus conflictos internos, de sus problemas psicológicos y personales, de sus dificultades de relación…
Pero por otro, la violencia escolar está conectada a la cultura envolvente y a las estructuras de nuestra sociedad, a la influencia del grupo, al papel de la familia, de la escuela, de las pantallas, de los medios de comunicación y de la sociedad en general…
La sociedad en que vivimos rezuma violencia y agresividad, una violencia que impregna todos los ambientes, estructuras e instituciones en que se mueven nuestros niños y jóvenes, entre las que a nosotros nos interesa destacar aquí la institución escolar, cuyo curriculum oculto está contaminado por la violencia estructural y cultural.
Desde esta perspectiva, la violencia personal (física, verbal o moral), cada vez más presente en las aulas, no es otra cosa que la respuesta, emitida en eco por el sistema escolar, de la violencia cultural y estructural, de una violencia que dimana de todo tipo de injusticias (sociales, económicas, de género, jurídicas, raciales…), una violencia que causa muchos daños a nuestros niños, adolescentes y jóvenes y que actúa, en palabras de Galtung, como un obstáculo invisible que explica el diferencial existente entre el nivel de autorealización real de las personas y de los grupos humanos y su nivel de autorealización potencial.
Fuente: José Emilio Palomero Pescador y María Rosario Fernández Domínguez (2002). La formación del profesorado ante el fenómeno de la violencia y convivencia escolar. Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, 44, 2002, 15-35.
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