Editorial del número 42. Vol. 15 (3) Octubre 2012, de la Revista Electrónica Interuniversitaria de Formación del Profesorado
Cuando una persona joven quiere dedicarse a la educación y se prepara para ser docente es habitual que justifique su elección con conceptos relacionados con la vocación: el gusto por acompañar a otros seres humanos en su proceso de aprendizaje, en su crecimiento como personas; el descubrimiento compartido de parcelas de la cultura o de la ciencia; la ilusión de poder contribuir a lograr una sociedad más libre o más justa; la implicación ante las carencias o dificultades que pueden presentar algunos estudiantes…
Freire lo explicaba con una claridad meridiana, a la vez que nos recordaba los saberes necesarios para la práctica educativa, en su Pedagogía de la autonomía: para ser docente se precisa el abandono de la neutralidad o de la indeferencia (un docente no puede estar en el mundo con las manos enguantadas), la exigencia de ver la educación como una forma de intervención en el mundo, la convicción de que la historia es determinación y no posibilidad,…Dice José Antonio Marina que un maestro o una maestra –y por extensión, esto debería afirmarse de todo el profesorado–, es el profesional de la esperanza, el incansable, humilde y magnífico cuidador del futuro.
Esta concepción que estamos esbozando debería estar reflejada en leyes y reglamentos, debería formar parte de cualquier legislación o reglamentación educativa y habría de concretarse en planes y medidas para llevar a cabo la formación inicial y continua del profesorado y la configuración de los procesos de selección docente en esa dirección.
Nada de eso hay en el anteproyecto de ley orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE) presentado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. En realidad, habría que decir que la formación del profesorado no está. Y ya es sabido que para analizar una ley es tan importante lo que en ella se regula, como lo que se silencia. Y la formación del profesorado no aparece: el anteproyecto remite las cuestiones relativas a la formación del profesorado y a la selección del mismo al futuro estatuto de la función pública docente; eso sí, se promete que el futuro estatuto tendrá como objetivo principal la “tan necesaria dignificación de esta profesión” y se asegura que con él llegará la “necesaria consolidación y refrendo de la autoridad del profesor”.
Quizás debería matizarse esta afirmación del vacío legal sobre el profesorado y su formación en la conocida como “ley Wert”. Y es que el silencio delata la importancia secundaria o nula que el legislador concede a este tema. Si no hay nada de él, es que no hay nada urgente o importante que realizar en este terreno. Y, sin embargo, como hemos dicho, hay que matizar la nula presencia de la formación del profesorado en el anteproyecto, porque algo sí hay. Merece la pena que revisemos este asunto de una manera detenida.
En el texto presentado aparecen tres referencias a la formación del profesorado, pero estas tres referencias son secundarias: se realizan para completar el sentido de referencias a otros asuntos, a otros temas que se consideran relevantes para la buena marcha de la educación, no para hablar específicamente de la formación del profesorado.
La primera de esas referencias se encuentra en el anuncio del impulso de las TIC, una de las medidas principales que anuncia esta modificación legal. El anteproyecto señala el importante peligro que las TIC contienen –la renuncia al encuentro interpersonal, a la palabra compartida- mientras parece dejar de lado sus enormes posibilidades para la investigación, la creación o la colaboración en la enseñanza. No es extraño que, en esa concepción meramente instrumental y utilitaria de las TIC, estas sean vistas como un recurso clave para la formación del profesorado, pues permitirá “compatibilizar la formación con las obligaciones personales o laborales, así como para la gestión de los procesos”. Teniendo en cuenta las actuales tendencias a la reducción de plantillas docentes o al cierre de los centros de profesorado, inquieta esta afirmación sobre el uso de las TIC en la formación del profesorado.
La formación del profesorado también aparece cuando se habla de que es necesario estar en posesión de la certificación acreditativa de haber superado un curso de formación sobre el desarrollo de la función directiva para participar en los concursos de selección de directores (el texto habla de directores, de profesores, de alumnos…no hay directoras ni profesoras ni alumnas, ni siquiera existe la presencia del genérico profesorado o alumnado). Ya es significativo que esta mínima referencia a la formación del profesorado se enmarque en una redefinición del papel directivo que acaba con un modelo organizativo que se pretendió sustentar en una dirección democrática, participativa y que busca un representante de los intereses del Gobierno, más cercano a un gestor empresarial que a un impulsor de los intereses de la comunidad educativa.
La formación del profesorado también se menciona cuando se dice que el Gobierno establecerá los requisitos de titulación, experiencia y formación para que las Administraciones educativas, por necesidades de servicio o funcionales, puedan asignar el desempeño de funciones en una etapa o, en su caso, enseñanzas distintas de las asignadas a su cuerpo con carácter general, al personal funcionario, lo que podrá conllevar, también, su traslado forzoso.
Como vemos, apenas hay nada, y lo poco que hay se hace utilizando un lenguaje que desvaloriza una concepción democratizadora de la enseñanza que hasta ahora parecía gozar de consenso, una idea de la educación como un derecho vinculado a la construcción de la ciudadanía. La formación del profesorado o no está o está subordinada a intereses mezquinos, rutinarios o directamente limitadores de derechos de la comunidad educativa. Qué lejos de la afirmación de Freire de que la educación necesita tanto de formación técnica, científica y profesional, como de sueños y utopía. La LOMCE empobrece nuestros sueños.
El Consejo de Redacción
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