Resumen
Quizás el amor y la fraternidad humana son dos de los elementos constitutivos del ser humano más inexplorados en nuestra sociedad y en nuestra escuela. La dimensión amorosa del ser humano se despliega en el cuidado mutuo y se vive en la dimensión social, comunitaria y relacional. El ser humano sufre y muere en vida porque experimenta con demasiada frecuencia el déficit de amor, de ternura, de compasión, de cuidado. En todos los ámbitos del vivir humano, pero sobre todo en el educativo, es necesario vivir de amor, plasmado en el cuidado mutuo, que significa vivir intensamente la vida, el encuentro humano, el compartir, el juego, la estética, el conocimiento, la afectividad y la racionalidad. La escuela pública está empezando a intuir que se ha de caminar en esa dirección con más intensidad. Se trata de multiplicar en su seno procesos educativos que propicien espacios de amor y cuidado como factores de aprendizaje.
Presentación
Plantear que la relación educativa es una relación profundamente humana y que la relación social humana se basa en el amor es demandar explícitamente a la educación que ponga, en el primer plano de su misión, la realización amorosa de los seres humanos en su mayor plenitud. Para hacerlo posible, parece necesario crear una nueva cultura basada en prestar atención al otro desde lo más genuino de la dignidad humana. Es la relación de respeto, atención y cuidado la que plasma el amor como la emoción central que dirige todo el proceso educativo. Eso sólo se puede hacer en una escuela que se sustraiga a las demandas del mercado neoliberal y genere una cultura alternativa tan necesaria en la sociedad de hoy y que promueva unas relaciones “basadas en el amor, las relaciones sociales constituyen aperturas para compartir y colaboración en el placer de hacerlo, y bajo ninguna expectativa de retribución” (MATURANA, 2002, 46).
Es la creación de una nueva cultura basada en el cuidado mutuo que también se ha de reflejar en la escuela del cuidado donde sea central el desarrollo y la promoción de seres humanos sujetos de su propia vida y su propia historia. Personas que se construyen, en una relación de autocreación y autoorganización, como sujetos en procesos autónomos, cooperadores, justos, equitativos, libres,
críticos, compasivos y fraternos.
Es verdad que la situación dominante en la que se escribe este artículo nos lleva a cierto pesimismo dado el poder del poder difuso que domina los mecanismos vitales de los seres humanos en la sociedad del capitalismo salvaje y desbocado en que vivimos. Pero en esta situación, la realidad (como todo lo existente) nos lleva a que, de forma autónoma, desde la defensa de lo común y lo colectivo, promovamos espacios y tiempos de vida y educación alternativa en la que los docentes nos sintamos impelidos a producir movimientos nuevos y autoorganizados basados en los nuevos paradigmas que surgen hoy desde las ciencias y desde una nueva concepción de la vida humana en el seno de la biosfera. El aprendizaje del saber y del ser se convierte en una tarea colectiva, comunitaria y permanente, como la misma vida.
Creemos que cuando todos los indicios nos dicen que las cosas, en la profunda crisis sistémica que vivimos, están yendo a peor es cuando surgen bifurcaciones y caminos alternativos en la vida humana que nos pueden llevar a la creación de una nueva sociedad y una nueva educación, que hemos de disoñar (= diseñar + soñar) entre todos.
Atrapados en la vieja racionalidad
Estamos atrapados en los supuestos impuestos durante siglos por la racionalidad que depende de la visión cartesiana de la vida y del cientifismo proveniente de la vieja ciencia newtoniana. Ellos impusieron una concepción maquinal del mundo y de la vida que iba a condicionar nuestra forma de pensar hasta hoy. Es lo que nos ha llevado al materialismo más burdo cosificando y convirtiendo en objetos a las personas y personificando a las mercancías y los objetos.
La vieja racionalidad implica un pensamiento que compartimenta, separa, aísla y es muy eficaz en lo que concierne al funcionamiento de las máquinas artificiales. Esta lógica la extienden a todo y su visión determinista, mecanicista, cuantitativa y formalista, ignora, oculta o disuelve todo lo subjetivo, afectivo, libre y creador del ser humano. Es la revolución sin sujeto de la modernidad líquida (BAUMAN, 2002). Hay incapacidad para percibir y concebir lo global y lo fundamental, la complejidad de los problemas humanos. “Hay una resistencia del establishment mandarín/universitario al pensamiento transdisciplinario... La posibilidad de pensar y el derecho al pensamiento son rechazados por el propio principio de organización disciplinaria de los conocimientos científicos y por el hecho de que la filosofía se encierre en sí mismo” (MORIN, 1993, 192).
Los últimos años son muy ricos en aportaciones que la cuestionan y anuncian nuevas visiones a la concepción de la vida, del ser humano y de la propia ciencia. Ligado a los nuevos paradigmas científicos surge una nueva forma de ver el mundo y la realidad que nos envuelve. La nueva racionalidad (VILAR, 2000) se concibe conectando los saberes disciplinarios, antes compartimentados. Para comprender la complejidad, la globalidad y su contexto es necesario reformar el pensamiento, cambiar la mirada sobre la naturaleza, el ser humano y sus relaciones. Se “trata de buscar siempre la relación de inseparabilidad y de inter-retro-acción entre cualquier fenómeno y su contexto, y de cualquier contexto con el contexto planetario” (MORIN, 1993, 190).
La biología del amor, emociones y relación educativa
Hoy es imprescindible conocer que las emociones juegan un papel fundamental en todo proceso de aprendizaje ya que inciden en el desarrollo cognitivo a la vez que influyen en la relación que el individuo tiene con su entorno. Según Maturana (1999, citado por MORAES, 2001) situaciones como la envidia, el miedo, la ambición, la inseguridad, la competición, etc. limitan los posibles escenarios donde el conocimiento puede expresarse; por el contrario, será el amor el que favorezca –desde la aceptación de uno mismo y del otro– lograr un pensamiento y una acción más inteligente a través de la confianza, la convivencia, el respeto y la inclusión. Dice este mismo autor que el nivel emocional será el nivel formador de las personas siempre que se creen espacios suficientes de acción, reflexión y convivencia. Y esta será una de las tareas fundamentales que tiene la escuela, la generación de estos espacios donde todos los alumnos se reconozcan y sean aceptados por la valoración de su esfuerzo, lejos de la clasificación y competencia, para que tengan vía libre de encontrar su camino del saber y del hacer.
Salir de la crisis sistémica actual requiere la necesidad de recuperar las capacidades holísticas de la conciencia humana, de dar sentido a la vida dentro de una nueva visión del mundo que han de guiar la acción para una transformación profunda de los procesos de humanización. Como diría E. Morin (2011), “lo que falta es una teoría sobre qué es el desarrollo humano (¿hacia donde ir?)”. En esta nueva perspectiva lo importante ya no es el crecimiento lineal, “cuanto más mejor”, sino el equilibrio, la armonía, el dinamismo, la diversidad. Necesitamos una dinámica nueva relacional con nosotros mismos, con lo que nos rodea, con el planeta, con el universo. Una nueva manera de ver, escuchar, acariciar, oler, gustar, sentir, pensar, conocer, cuidar, prestar atención... y, consecuentemente comprometernos en ello. Sentirse comprometidos con la vida es aceptar el amor como esencia del ser humano en su dimensión social y como vehículo para la educación.
Desde la perspectiva de la dimensión holística, la misión de la educación debe ser entender la conexión intrínseca de todas las cosas. La ecoeducación y la ecopedagogía (GUTIÉRREZ y PRADO, 2000) asientan sus bases desde ese principio fundamental.
La dimensión afectivo-emocional cobra especial relevancia en la educación integral e inclusiva. Sobre todo, cuando muchas veces la Escuela reproduce más el concepto newtoniano del hombre-máquina promoviendo una educación “cerebrotónica” donde lo importante es el desarrollo máximo de la dimensión intelectual desconectado de casi todo lo demás.
“La educación básica debería ayudar a los alumnos a elaborar y adoptar actitudes sentimentales de tres tipos: a) actitudes sentimentales hacia sí mismos, como las siguientes: autoestima o autoconfianza, valentía, fortaleza, paciencia, magnanimidad, esperanza; b) actitudes sentimentales hacia los más próximos, tales como: amor desinteresado y generoso, el altruismo, el diálogo, la cooperación o colaboración; c) actitudes sentimentales hacia todos los seres humanos, entre las que destacamos las siguientes: filantropía o amor universal, fraternidad, solidaridad, igualdad, tolerancia, humildad” Domínguez, 2003, 17).
Desde esta concepción en la que la vida es básicamente “persistencia de procesos de aprendizaje”, negar el derecho a la educación o privar de ella es una causa innegable de muerte. Por eso educar significa, hoy más que nunca, defender vidas, nos dice Assmann (2002). Esta es una motivación positiva para que la educación nos fascine porque es la fascinación por la vida misma. Vivir, conocer, producir y aprender son lo mismo. Negar a alguien experiencias constantes de aprendizaje, que es el deber de la escuela, es condenarle a muerte en vida. El hecho principal del mundo actual son las lógicas de exclusión y de insensibilidad. Y la Escuela reproduce muchas veces el poder imperante que impone las reglas neoliberales de la lucha, la apropiación, la dominación, la negación y la obediencia como bien apunta López Melero (2005). Llevar a la escuela la lógica de la solidaridad y del amor se convierte en un compromiso ético y político. El “conocimiento se ha convertido en imprescindible” para todos. Por eso hoy educar es la tarea social emancipatoria más avanzada. Y la educación tiene como función principal la creación de la sensibilidad social para reconducir a la humanidad sencillamente porque la humanidad ha llegado a una encrucijada ético-política que sólo encontrará salidas en consensos construidos de modo democrático.
Precisamente porque existen numerosas experiencias personales donde la escuela ha representado un lugar de muerte donde se ha privado del conocimiento y de la posibilidad de vivir experiencias positivas de aprendizaje, es necesario crear un ambiente pedagógico que promueva espacios de libertad, de fascinación, de inventiva y creatividad donde el proceso de aprender se produce como mezcla de todos los sentidos y de todas las dimensiones de la persona. En este ambiente el placer se presenta como una dimensión clave en la experiencia de aprendizaje. Sencillamente porque el cerebro/mente está hecho para la fruición de pensar. El énfasis en el “pensar propio” –como una experiencia humanamente placentera– es un tema pedagógico fundamental del que se nos ha expropiado a todos porque siempre se nos ha enseñado a pensar con el pensar ajeno, de los expertos, de los sabios, de los que “tienen” la verdad; es necesario recuperar la pedagogía de la pregunta, la pedagogía de la complejidad (ASSMANN, 2002). Hemos abierto la escuela a la técnica, a los massmedia, a la tecnología y por algún resquicio se nos ha marchado lo más humano, el sistema de convivencia que propicia el desarrollo de cualquier civilización. Desde esta perspectiva se entiende mejor que la comunidad que se constituye en el espacio y el tiempo escolar es una comunidad de aprendizaje donde todos aprenden, todos producen, todos conocen y todos conviven. Responsabilidad propia de la educación es la búsqueda de un mundo mejor, la creación de una nueva cultura basada en la confianza, en el respeto sin exclusión.
La relación educativa es una relación profundamente humana. Cuando se dan procesos en los que el alumno es consciente de lo que significa para él aprender y quiere seguir ineludiblemente en ellos es cuando se entiende lo que afirma Assmann al decirnos que educar tiene mucho que ver con la capacidad de seducir. “Educador es quien consigue deshacer las resistencias al placer del conocimiento. ¿Seducir para ‘qué’? Para un saber/sabor, por lo tanto, para el conocimiento como fruición... pedagogía es encantarse y seducirse recíprocamente con experiencias de aprendizaje. En los docentes se debe hacer visible el gozo de estar colaborando con algo tan estupendo como hacer posible e incrementar la unión profunda entre procesos vitales y de conocimiento” (2002, 33). Es por todo ello que se hace necesario autoorganizar este conocimiento según las experiencias vividas, “aprender a vivir” declara la biopedagogía, construyendo un currículum escolar que de verdad nos ayude a comprender el mundo, sus problemas y sus soluciones y que sea más integrador que segregador.
Por lo tanto, debemos esperar encontrar un docente con capacidad de entrega, empatía, motivación y entusiasmo necesario para utilizar el amor no como una estrategia pedagógica ni un recurso ocasional ni un elemento del que echar mano en un determinado momento, sino –como señala Xirau (1990)– como una verdadera actitud del ser humano ante sí mismo y ante la vida. El amor en educación constituye todo un principio de pensamiento y acción que, llevado a la vida profesional del docente, implica una forma distinta de ejercer la enseñanza (por convencimiento natural o por una formación consciente y reflexionada o por ambas cosas a la vez) donde “solamente un corazón agradecido puede aprender” (FRANKE-GRICKSCH, 2006)
La relación amorosa es una relación de cuidado mutuo
“El cuidado hace que surja un ser humano complejo, sensible, solidario, amable y conectado con todo y con todos en el universo” (BOFF, 2002, 156-157)
La concepción tradicional de la relación de cuidado está muy asentada en lo que se denomina “trabajos de cuidados”, que se refieren a los trabajos del hogar y de cuidado de personas dependientes y que han sido asumidos por las mujeres y considerados como específicamente femeninos (COMINS, 2009).
Históricamente, los saberes ancestrales que han sido descubiertos, practicados y preservados por generaciones mediante la memoria popular, no han sido avalados como conocimiento, por una cuestión netamente de identidad de género y de pensamiento desde la lógica cartesiana. Que los afectos curan y enferman hoy es una realidad constatable y, con frecuencia, también han sido preservados en su expresión más genuina por las mujeres. Por eso se impone pasar todo el cuidado a la corresponsabilidad de hombres y mujeres y a la organización social (SOLSONA I PAIRÓ, 2008).
La crisis que vivimos no es una crisis económica sin más. Es una crisis sistémica que afecta a todos los aspectos del vivir humano. Pero sobre todo afecta a la sensibilidad humana. En ella se ha producido una mentalidad patologizada que contempla a la naturaleza y a los demás como objetos para su disfrute. Eso está produciendo una gran deshumanización. Hoy es necesario cambiar la mentalidad del depredador por la de jardinero. La humanización de la humanidad se nos impone como una necesidad ineludible. La construcción de un nuevo modelo de sociedad requiere desmercantilizar las relaciones sociales para hacerlas relaciones sociales basadas en el amor y el cuidado mutuo. Para ello, no hay otro camino que la promoción del cuidado mutuo en todo lugar y en todo momento, como un rasgo fundamental de la especie humana. Sólo desde el cuidado mutuo es posible avanzar dentro de los procesos de humanización de la sociedad hoy.
Caminar en esta dirección no se improvisa. Ello requiere un proceso de transformación radical de esa cosificación de las personas en la sociedad del capitalismo total, a la vez que hemos personificado a los objetos-mercancía. Debería ser un proceso que tocara las raíces más profundas del ser humano, de la sociabilidad y de la convivencia. Se ha de basar en la construcción de un “nosotros” donde no haya “otros”, sino personas autónomas, libres y solidarias, en el seno de colectivos sociales de sujetos igualitarios y fraternos, que promuevan la justicia entre los seres humanos. Es esperanzador constatar que hay muchos colectivos humanos dirigidos por este afán y, de un modo u otro, por este fin. Y son muchos los colectivos humanos de todo tipo que basan sus relaciones en la fraternidad, en compartir, cooperar y cuidarse entre sí con generosidad, ternura y compasión.
“Nosotros, los seres humanos, pertenecemos a una historia evolutiva definida por un modo de vida centrado en el amor, no en la agresión, de tal modo que enfermamos a cualquier edad cuando se nos priva de amor” (MATURANA, 2002, 64). Para seguir coevolucionando en la línea de la humanización creciente, en ese modo de vida centrado en el amor, es necesaria la producción de la cultura del cuidado mutuo que ha de impregnarlo todo y a todos. Tenemos que superar las barreras que se han establecido en la actual concepción del cuidado para resituarlo como el ofrecimiento y la recepción de amor, atención, consideración, empatía, mimo, tacto y todo aquello positivo que hemos recibido todos y cada uno desde que nacemos.
Para generar esa nueva cultura se requiere que todos, hombres y mujeres, tomemos conciencia de que cuidar y cuidarse es algo que todos hemos de hacer si no queremos renunciar a una de las dimensiones constitutivas de los seres vivos y, de forma especial, de los seres humanos. Se trata de generar individuos responsables con su entorno social y natural, y de asumir el cuidado como una
responsabilidad a repartir y compartir justamente entre los diferentes grupos sociales (mujeres y hombres, jóvenes y mayores) para que, así, pueda realizarse digna y plenamente (ROGERO GARCíA, 2011). Este nuevo modelo también requiere un cuidado que no genere dependencia y sumisión, sino que procure el máximo desarrollo del ser humano, y que contemple cuidar como un proceso que dura toda la vida y que requiere de una relación profundamente humana con los demás que sólo se puede desarrollar en el seno de una cultura viva y dinámica de cuidado mutuo.
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