Defendiendo lo colectivo: combatir el conformismo, promover la educación pública
Defending the collective interest: Fighting against conformity, promoting state education
Luis TORREGO EGIDO
El presente artículo, cuyo autor es Luis Torrego Egido, forma parte de una monografía titulada "La educación… de nuevo tarea urgente en el capitalismo neoliberal", coordinada por Eduardo Fernández Rodríguez y José Luis Villena Higueras. Se publica en el número 78 (27.3) Diciembre 2013, de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado (RIFOP), actualmente en imprenta.
RESUMEN: La escuela pública, ese instrumento de igualdad,
está siendo desmantelada. El sentido común sobre la educación está siendo
colonizado por el lenguaje de la mercantilización y del economicismo. Es
preciso reaccionar y hacerlo desde la formación del profesorado. Para ello en
este artículo, tras mostrar con tres anécdotas la pérdida de los logros de lo
público, de lo común, se propone recuperar el discurso del sueño educativo de
igualdad de oportunidades que supuso la alfabetización y la educación pública.
También se enumera media docena de propuestas que pueden ponerse en marcha por
parte del profesorado para recuperar el sentido de la escuela pública.
PALABRAS CLAVE:
Derecho a la educación, escuela
pública, igualdad de oportunidades, Educación para la desobediencia.
ABSTRACT: State schools, those instruments of equity, are being destroyed. The
language of commercialisation and economism is colonising the meaning of
education. We must react from a teacher-training perspective. In this paper we
use three anecdotes to show the loss of the achievements of the state sphere,
of the collective sphere and we propose to revive the debate about the dream of
equal educational opportunities which lead to literacy and state education. It
also lists half a dozen proposals that teachers can implement in order to
reclaim the meaning of state schools.
KEY WORDS:
Right to education, state schools, equal opportunities, education for
disobedience.
INTRODUCCIÓN: LA REALIZACIÓN
DE UN SUEÑO
Me
gustaría comenzar este artículo hablando de un formidable logro de nuestra
sociedad, de una proeza que nos ha enriquecido colectivamente y ha marcado
nuestro destino. Se trata de la realización de un hermosísimo sueño de
liberación, de transformación. Ese patrimonio común, tan costosamente logrado,
está hoy en peligro, pero, por eso mismo, es preciso subrayar su valor.
Comencemos
con un viaje educativo en el tiempo. Situémonos en la España de la primera
década del siglo XIX. En 1835 se publica, traducida al castellano por Pascual
Madoz, la obra “Estadística de España”, del aventurero, militar y pionero de la
estadística en Europa, Alexandre Moreau de Jonnes. En ella, este autor afirma
que España es la nación más desconocida de Europa, pero también la que
despierta un más vivo interés.
En
su libro se expresa, en palabras del autor, en términos numéricos, extraídos de
documentos oficiales y auténticos, la realidad española. En el ámbito educativo
la situación es terrible: a partir de sus estimaciones puede afirmarse que el
94% de la población no sabe escribir a principios del siglo XIX. El estudioso
francés afirma que el sistema de educación pública tendía en España a eternizar
la esclavitud de los espíritus y por eso limitaba la enseñanza a las clases
superiores y en ella nada se recogía que fuera importante para los intereses de
la sociedad y la utilidad del país;
Hace
muchos años que los hombres ilustrados que ha producido la Península reclaman
una educación nacional, popular, gratuita, extensiva a todas las clases de la población,
inclusos los habitantes de las campiñas. Hasta el día ha permanecido el pueblo
privado de toda instrucción, excepto la que recibía del clero, y cuyo casi
único objeto era el cumplimiento de sus deberes religiosos. (MOREAU DE JONNES,
1835, p. 336)
Este es el panorama
educativo de la España de comienzos del siglo XIX, que contrasta con el de
otras naciones europeas, que han comenzado ya entonces a desarrollar y
organizar sistemas públicos de educación y han avanzado considerablemente en la
alfabetización de la población. Si siguiéramos viajando en el tiempo veríamos
que, poco a poco, mucho más lentamente que en el resto de Europa, se produce en
nuestro país también el logro formidable de la alfabetización. Hay en ese
proceso momentos fulgurantes, de un progreso extraordinario, como en el caso del
primer bienio de la Segunda República (1931-1933), con su renovación de la
formación inicial del profesorado o con su programa de construcciones
escolares. El resultado es que unos años después de comenzada la denominada
transición, en la década de los ochenta del pasado siglo, la alfabetización de
la población española prácticamente se ha completado. Para valorar este resultado
es preciso recordar que partíamos del 6% de población alfabetizada.
¿Quién es el
responsable de esta transformación social? Manuel de Puelles (2008) lo dice con
toda claridad: esta gesta no se la debemos al mercado, ni a la iniciativa
privada, que jamás hubiera encontrado rentable escolarizar a una población
diseminada, abrumadoramente rural, ni a las órdenes religiosas, dedicadas a la
enseñanza, o al adoctrinamiento si quisiéramos ser más precisos, de las clases
acomodadas. La responsabilidad de esta proeza es de la escuela pública,
sostenida por el Estado mediante la creación y extensión de centros públicos.
Puelles (1993) también
señala cuál puede ser considerado el momento fundacional de la escuela pública:
la nacionalización de los bienes eclesiásticos, por parte de los
revolucionarios franceses, en noviembre de 1789. La Iglesia católica de Francia
se dedicaba, casi en régimen de monopolio, a la caridad o asistencia pública y a
la educación, campos que quedaron desasistidos. Inmediatamente la Asamblea
encargó al Estado la gestión de estas actividades sociales, transformándolas
así en servicio público. Es significativo que el origen del carácter público de
la educación, de los servicios sociales e incluso de la sanidad, que surgiría
después, esté en un impuso secularizador. Es evidente que una de las notas
distintivas de la escuela pública tiene que ser su carácter laico.
Y es preciso
señalar que se trata de una conquista social de una magnitud admirable. Se
trata de un empeño civilizador que ha logrado un avance social de una
extraordinaria relevancia, un ejemplo –este sí y no otros de los que tanto
habla el poder- de excelencia educativa: la alfabetización, la escolarización
de toda la población. Y quien escribe esto lo sabe muy bien, pues es consciente
de que esta hazaña social le ha cambiado la vida, pues ¿cómo, de no haberse
producido, hubiera podido estudiar tres carreras universitarias y obtener un
doctorado el hijo de una costurera y de un trabajador en un taller de lavado y
engrase de coches, el nieto de una campesina analfabeta? La escuela pública me
amplió los horizontes vitales y, como tengo conocimiento de ello, he adquirido la
obligación de defenderla para que siga beneficiando a las generaciones
venideras. La conquista de la alfabetización, la historia de la creación de la
escuela pública debería ser difundida por todos los medios, debería formar
parte de la formación de todos y todas. Tenemos el imperativo ciudadano de
salvaguardar su aspiración de equidad frente a la presión mercantilizadora y a
su estrategia de conformación de un sentido común consumista y competitivo que
conduce a aceptar las reformas neoliberales.
EL SUEÑO AMENAZADO: TRES
ANÉCDOTAS
En
el momento de escribir estas líneas el escenario en que se desenvuelve nuestra
escuela pública es muy preocupante. La vieja idea que ya enunciara el Marqués
de Condorcet en el siglo XVIII de la educación como un derecho, como una
obligación del Estado - Condorcet llega a titular uno de los apartados de su
primera Memoria “La sociedad debe al pueblo una instrucción pública, como medio
de hacer real la igualdad de los derechos” (CONDORCET, 2001)- para avanzar en
la igualdad de oportunidades y conformar un servicio público independiente de
cualquier poder político o eclesiástico, está hoy muy amenazada.
Detengamos
nuestra mirada en las premisas de la escuela pública que Gimeno Sacristán
(1999) establece: la garantía del derecho de todos a la educación, la expresión
de un proyecto de vertebración social sólo defendible desde una perspectiva
ideológica solidaria, el fomento de una idea de ciudadano libre e individuo
independiente y una escuela animada por un propósito colectivo. Fijémonos en las
características que ha de reunir la escuela pública según la revisión de
autores llevada a cabo por González Lázaro (2006): plural ideológica y
culturalmente, independiente, obligatoria, gratuita, científica, laica,
democrática, comprensiva, abierta y orientada a conseguir el desarrollo
integral de la personalidad. Si ahora nos volvemos hacia el discurso del poder
político y económico, la valoración no puede ser otra que ese camino está hoy
muy amenazado.
Para
mostrar lo que digo recurriré a tres anécdotas que muestran otras tantas
derrotas que sufre hoy la escuela pública. Aunque no pretendo elevar a
categoría estas anécdotas, sí creo que tienen una cierta significación. Y no
son situaciones derivadas del proyecto de la LOMCE ni de la actuación del
nefando ministro Wert ni de su inquina hacia la igualdad de oportunidades.
Este
curso me ha correspondido ser el profesor de un grupo conformado por un par de
alumnos y sesenta alumnas de primer curso de Magisterio de Educación Infantil. Soy
un profesor afortunado; son estudiantes motivadas, que han trabajado bien y con
gusto por la educación. Pero, obviamente, no quiero hablar de eso, sino de lo
que me sucedió con ellas en la segunda semana de curso. Surgió en clase el tema
de la titularidad de los centros educativos y alguien dijo que no sabía cómo
clasificar a los colegios concertados, ¿son públicos o son privados?
Como
la mayoría de mis estudiantes proviene del bachillerato y aún no se ha
concertado esa etapa educativa, creí que la distinción la harían ellas mismas
con facilidad. Mirad, dije, es sencillo: ¿Quién
ha estudiado de manera gratuita este último curso, sin coste para su familia?
Quien haya estado en esa situación ha estudiado en un instituto público. Una
alumna de la primera fila levantó la mano y dijo que ella había estudiado
gratuitamente en su centro, que su centro entonces era público. Y dijo el
nombre bien alto, con sonrisa y gesto de triunfo: el Claret, un centro dependiente de los Misioneros Claretianos.
Rápidamente aclaré que ese centro era privado y que allí sí se pagaba la
correspondiente cuota por cursar el bachillerato. Insistí buscando a alguien
que hubiera pagado para poner otro ejemplo, ahora sin confusión, de centro
privado y otra estudiante, resuelta, nos dijo que su familia se había gastado
un montón de dinero en pagar sus estudios. Satisfecho por el ejemplo que se
presentaba, dije a la clase: ¿Veis?
Vuestra compañera ha estudiado en un centro privado. Dinos el nombre de tu
instituto. El Andrés Laguna, dijo
mi alumna, sin descomponer su gesto, ante mi estupefacción, pues quizás ese sea
el instituto público más conocido de la ciudad.
La
segunda anécdota es bien sencilla de contar: cuando he ido a visitar a los
estudiantes a los que tutorizo en el Practicum en un colegio público me he
encontrado con un cartel en la parte superior de la puerta en el que puede
leerse, con letras que destacan: “Prohibido el paso a toda persona ajena al
Centro”.
La
tercera anécdota exige entrar en un instituto, también público. Allí, bien
cerca de la cartelera de la entrada, en el tablón de anuncios, se situaba en
cursos pasados –ignoro si lo está en el presente- un cartel con el título de
“Los 40 principales” y el logo de la emisora musical más importante en España.
Cada trimestre, puntualmente, ese cartel recogía la lista, con la media de sus
calificaciones, nombre y apellidos y el grupo clase al que pertenecen, de los
40 estudiantes del centro que obtenían una nota media más elevada. Supongo que se
pretendía publicar la lista, trimestral eso sí, de los 40 éxitos educativos del
centro tal y como la emisora lo hace cada semana con los éxitos y superventas
musicales.
Expuestas
estas anécdotas, uno se pregunta qué deber social para con la educación pública
hemos omitido para que jóvenes de 18 años no sepan quién costea sus estudios,
si es su familia o la sociedad, mediante un servicio público, la que se encarga
de sostener la realización del derecho a la educación. ¿Cómo es que han llegado
a la universidad sin tener noticia clara de esta distinción, de lo que supone?
¿Cómo puede el profesorado de la escuela pública privatizar su centro
impidiendo el paso al mismo, cómo es capaz de convertir en natural la
prohibición de entrar en él, lo que supone la destrucción del carácter abierto de
la escuela, de la idea de comunidad educativa? ¿Por qué un centro público
apuesta por la competitividad en lugar de la cooperación, por qué no se orienta
a la solidaridad?
Las
personas que amamos la educación pública, deberíamos tener claro que es un logro
histórico del bien común “cuya seguridad depende, precisamente, de la medida en
que sea apreciado como una causa común, un ideal o una narrativa…” (GIMENO SACRISTÁN, 2001, p. 17). Sin embargo,
hemos cedido a la sistemática y machacona tarea de los grupos conservadores y
de los neoliberales, que se han aplicado en el ingente proyecto de
resignificación, de vaciado de significado de conceptos fundamentales y su
sustitución por otro vocabulario más propicio para los intereses de las ideologías
conservadoras que buscan la aceptación de las políticas de fuerte
recentralización y de control autoritario de los sistemas educativos. Políticas
que, como sostiene Jurjo Torres (2012, p. 105) “se apoyan en una manipulación
de palabras biensonantes como eficacia, excelencia, calidad, competencia... cual eslóganes bajo los
que disfrazar medidas de recorte de la democracia”.
DEFENDIENDO NUESTRO SUEÑO:
MEDIA DOCENA DE PROPUESTAS
¿Qué
está en nuestra mano, en la de los profesionales de la educación pública, para
responder a esta situación? ¿Podemos hacer algo? Creo sinceramente que sí, pues
estoy convencido de que Freire lleva razón: somos seres condicionados, pero no
determinados. Su legado nos orienta: “en cuanto presencia en la historia y en
el mundo, lucho esperanzadamente por el sueño, por la utopía, en la perspectiva
de una pedagogía crítica” (FREIRE,
2001, p. 128). Como señala Bauman (2013), por muy limitado que parezca el poder
del sistema educativo actual, tiene aún suficiente poder transformador contra
la amenazante dictadura del mercado. Desde esa plataforma apuntaré únicamente
media docena de propuestas, pues así lo exige la adaptación a los límites de
este trabajo.
La
primera propuesta se traduce en que debemos aceptar nuestro compromiso social y
político con la escuela pública. Eso significa que no debemos desaprovechar la
oportunidad de salir a la calle, de apoyar concentraciones y manifestaciones de
la “marea verde”, que no debe invadirnos el cansancio y el derrotismo del
“somos siempre los mismos”. Como dijera el propio Freire, “soy profesor en
favor de la lucha constante contra cualquier forma de discriminación, soy
profesor contra el desengaño que me consume y me inmoviliza. Soy profesor en
favor de la esperanza que me anima a pesar de todo” (FREIRE, 19997, p. 99).
La
segunda es que hay que convertir a lo público, en general, y a la escuela
pública, en particular, en contenido de enseñanza. No podemos permitir que
sectores importantísimos de la población no conozcan qué es lo público, cuáles
son sus razones, cuáles son sus beneficios. Habrá que hablar de ello en las
aulas y también en las jornadas, en los congresos. Frente al ruido constante de
desprestigio de lo público por el mensaje neoliberal no podemos oponer el
silencio de las razones de lo público. Hay que difundirlas. Y para hacer frente
a los ataques que recibe, habrá que recordar que el derecho a la educación está
protegido por la Constitución y por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, que ambas obligan a que el objeto de la educación sea el pleno
desarrollo de la personalidad humana, lo que excluye la reducción que propone
la LOMCE, por ejemplo, que traduce la educación a la formación de un ser
economicista. Deberíamos leer el artículo 27.2 de la Constitución en nuestras
clases y colocarlo a la puerta de nuestras escuelas para recordar que el
derecho de todos a la educación está garantizado mediante una programación
general de la enseñanza con participación efectiva de todos los sectores de la
comunidad, ahora que esa participación brilla por su ausencia. Y también
hacerlo con el artículo 26.2 de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos para remarcar que nuestra educación debe fortalecer la comprensión, la
tolerancia y la formación en derechos humanos y contrastar esa obligación con
su ausencia en la futura ley de nuestra enseñanza. Por amor a nuestra profesión
estamos obligados a recordar los principios constitucionales y universales que
han de guiar a la educación, atacados por estos patriotas de hojalata.
Si
entramos en la tarea diaria y concreta de nuestras escuelas quizás la primera
acción sea enfrentarnos al silenciamiento de la experiencia. Como señala
Aparicio (2013), la experiencia, personal o social, es frecuentemente silenciada
o simplemente excluida del proceso de aprendizaje en las instituciones
educativas, lo que potencia los automatismos y las automatizaciones, la
pedagogía fría y abstracta, con una fuerte base psicologicista, que excluye
sentimientos y emociones, invisibiliza la naturaleza política de la educación y
nos acostumbra a la heteronomía, al avance de la educación bancaria. Tenemos
que convertir la experiencia en un proceso pedagógico. Qué mejor cosa, por
ejemplo, que aprender la práctica –experiencia de la propia democracia, como
sostiene el propio Aparicio: participación, distinción-elección- decisión, etc.
Y ello sin simulacros ni experimentos. La experiencia de nuestros educandos, la
personal y la social, tiene que inundar nuestras aulas.
Otra
tarea que parece sencilla, pero que encierra en sí un potencial revolucionario,
es la de la enseñanza de la argumentación. Debemos educar a nuestro alumnado en
la argumentación, en la idea de que debemos dar razones para justificar un
hecho o una conducta y que estas deben tener validez intersubjetiva o susceptible
de crítica y precisamente a través de ella llegar a acuerdos comunicativos.
Dice Habermas (1985) que, como sujetos capaces de lenguaje y de acción, hemos
de estar en condiciones no sólo de comprender, interpretar, analizar, sino
también de argumentar según las necesidades de acción y de comunicación. Y esta
es una tarea de nuestras escuelas, donde las diferentes aportaciones han de ser
consideradas según la validez de los argumentos y no por una relación
autoritaria y jerárquica en que alguien pretendidamente superior determina lo
que es necesario hacer o aprender. Si cumplimos ese requisito y adaptamos a él la
estructura organizativa y el clima de la institución educativa, nos
encaminaríamos al diálogo igualitario, una magnífica formación ciudadana. Sólo
de esa manera podemos conformar una ciudadanía activa, formada en el diálogo,
en la confrontación de argumentos. Se desmontarían así ocurrencias como esa
insistencia de que hay que cambiar nuestro sistema educativo porque ha generado
un 55 % de paro juvenil, como si hubiera un solo argumento en que apoyar lo que
se dice.
La
creación de auténticas comunidades educativas en los centros de enseñanza es
otra cuestión que habrá que poner en marcha. Eso implica, sobre todo, el
desarrollo de la participación. El proyecto Includ-ED (FLECHA, GARCÍA, GÓMEZ &
LATORRE, 2009) ha mostrado tipos de participación que contribuyen a la
superación de la exclusión social y favorecen el éxito educativo: la formación
de familiares y de otras personas de la comunidad; la participación de la
comunidad en procesos de toma de decisión importantes dentro de la escuela; la
participación en el desarrollo del currículo y de la evaluación, y la
participación de familiares y personas de la comunidad en espacios de
aprendizaje, incluidas las aulas. El modelo de Comunidades de Aprendizaje ha
evidenciado las enormes posibilidades transformadoras, los beneficios de la
participación, de ese acercamiento familia-escuela. Hay que romper esa ilógica
desconfianza entre las familias y el profesorado y eso sólo se consigue
fomentando la participación y creando comunidad.
Soy
formador de futuras maestras y maestros y por esa condición albergo un sueño:
la de aportar un granito de arena a que surja una generación de docentes que
eduquen para la desobediencia. Hoy se considera que la persona bien educada es
aquella que es obediente, que reproduce lo que le han inculcado. Pero la
educación no es eso, como repetía machaconamente el recientemente desaparecido
José Luis Sampedro. La educación es la formación de seres humanos completos y
para ello se necesita la formación del pensamiento libre, para que las personas
vivan su propia vida y eviten reproducir lo que otras han pensado por ellas. Y
hoy, ahora, esta es una cuestión central. Necesitamos otra educación ante el
conformismo y la obediencia ciega, ante el síndrome de insolidaridad dócilmente
adquirida, que denunciara Mario Benedetti (1880) hace ya más de dos décadas,
ante los ataques que está recibiendo ahora la educación pública, que es el bien
más valioso que tenemos los que amamos la enseñanza. También la necesitamos
para evitar el dominio de unos pocos que determinan las condiciones de vida de
la mayoría de la población. En el actual estado de cosas, con un poder que
compromete el futuro del planeta y de las futuras generaciones, que empobrece
la vida humana, el abandono de la pasividad constituye un clamoroso deber
educativo y el cumplimiento del mismo pasa por reivindicar la educación para la
desobediencia.
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