El
saber de la experiencia en la formación inicial del profesorado [1]
Experience-led knowledge in initial teacher education
José CONTRERAS DOMINGO
El presente artículo forma parte de la monografía titulada "La educación… de nuevo tarea urgente en el capitalismo neoliberal", que, coordinada por Eduardo Fernández Rodríguez y José Luis Villena Higueras, se publica en el número 78 (27.3) de la Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, actualmente en imprenta. En él se pretende resaltar la importancia del saber de la experiencia dentro del proceso de formación del profesorado. Pero para ello es necesario alejarse de la imagen de la experiencia como simple acumulación de saberes prácticos. El saber de la experiencia remite a un modo, siempre en movimiento, de preguntarse por el sentido de lo vivido y de lo que significa y supone la relación educativa, siempre atravesada por la cuestión de la alteridad. No es tanto un saber que se transmite, sino que es necesario ayudar a elaborar y a contar con él como bagaje y disposición fundamental en la tarea educativa. ¿Qué nos reclama el saber de la experiencia en los procesos formativos? ¿Cómo poner en juego los saberes de la experiencia, la disposición pensante ante lo vivido, como elemento nuclear de la formación.
La formación del profesorado y el saber docente
Detrás de cualquier análisis, debate o
propuesta en relación a la formación del profesorado hay siempre una
consciencia de las diferencias que existen entre lo que supone la vivencia y
realización del oficio docente y lo que el tiempo de formación en la
universidad puede proporcionar como preparación. Y junto a esto, es inevitable
la pregunta acerca del papel de los saberes disciplinares en dicha formación,
ya que sabemos que el quehacer docente no se configura solamente con esas
aportaciones. Sabemos que la práctica educativa y lo que necesitan los docentes
para vivirla y realizarla con sentido, esto es, el saber con el que el
profesorado sostiene su tarea, no tiene exactamente las mismas cualidades ni
características del conocimiento teórico disciplinar, como tampoco se resuelve
en muchas ocasiones con su aplicación a la práctica (Schön, 1992; Cifali, 2005). Hay dimensiones y facetas de la
realidad profesional con la que maestras y maestros se ponen en relación en su
práctica cotidiana (por ejemplo, paradojas, dilemas, incertidumbres,
intuiciones, presentimientos, sensaciones, percepciones, improvisaciones, modos
de estar, sentimientos, inclinaciones, historias y características personales,
expectativas, etc.) que no parecen pertenecer a ninguna disciplina, y que no se
dejan captar ni comunicar bien como conocimientos proposicionales (Clandinin, 1985; Korthagen, 2010; Pérez
Gómez, 2010; Tardif, 2004; Van Manen y Li, 2002).
Pero todo esto lo sabemos, o lo podemos saber,
también por nuestra propia experiencia en cuanto que docentes, en nuestro
trabajo en la formación del profesorado. Frente a las certidumbres de los
programas y de lo previsto para nuestras clases, frente a la seguridad que
podamos construirnos acerca de los contenidos que enseñamos, o de las
actividades y tareas que pedimos a nuestros estudiantes, y de los aprendizajes
que nos proponemos, sabemos (si queremos mirarlo y mirar-nos), todo lo que se
escapa por las rendijas de lo programado, todo lo que se mueve en otros planos
de la relación, la transmisión y los aprendizajes que no se atienen a lo
previsto ni controlable, pero que componen la realidad de la vida de nuestras
aulas, a veces con más fuerza y significado que lo que responde a lo planeado.
Sabemos de las incertidumbres acerca de lo que realmente aprenden nuestros
estudiantes, más allá de que nos rindan cuentas acerca de lo que les
transmitimos (como lo podemos comprender perfectamente a poco que exploremos en
nuestras historias personales y reales de aprendizaje y nos preguntemos por
cuándo ocurrió éste realmente y debido a qué). Sabemos de lo enmarañado,
confuso, incomprensible y plural que resulta a veces lo que pasa y se vive en
un aula, y de las diferentes significaciones y repercusiones que eso tiene para
cada estudiante. Como sabemos que la forma en que llegamos a tomar consciencia,
sospechar o intuir todo esto se mueve por canales, comprensiones y percepciones
que no se dejan atrapar en conceptualizaciones nítidas, ni en seguridades
acerca de lo que significan.
También sabemos lo intrincado que resulta
clarificar qué es lo que realmente se dirime en nuestro trabajo de la formación
y qué es lo que podemos poner en juego para sostener o acompañar el proceso que
realizan nuestros estudiantes. O lo que podemos hacer para comprender y situar
sus demandas, necesidades o perplejidades; o para ofrecer algo sensato a lo que
nos plantean. Y qué de todo ello es posible plantear desde nuestras
disciplinas, y qué está en otras dimensiones que van más allá de ellas, pero
que tiene sentido mirar y atender como proceso de formación. Y sabemos que una
gran parte de toda esta forma de mirar nuestro trabajo, afrontar sus
dificultades y proporcionar lo que está en nuestra mano y acompañar la
formación de nuestros estudiantes, la hemos ido cultivando como nuestro
personal bagaje profesional, conformando así un saber y un modo de saber que no se representa con los patrones de las
materias, ni con las epistemologías al uso.
Y todo esto que podemos saber por experiencia,
si nos miramos y pensamos, también podemos suponer que tiene su semejanza en lo
que maestras y maestros han ido labrando como sentido, y como recursos y
capacidades, como saberes y modos de saber, para ir afrontando todas aquellas
dimensiones y aspectos de su tarea a las que tienen que atender, sobre las que
se tienen que preguntar y para las que tienen que encontrar un modo de estar y
avanzar (Elbaz, 2005).
Así pues, no se trata tanto de que aún no se
dispone de suficiente conocimiento sobre la práctica educativa o sobre el saber
docente. Se trata, más bien, de que el modo de relación con la realidad
educativa y las formas de vivencia e implicación en el desarrollo de la misma
tienen otros ingredientes, otros modos de saber (que involucran lo personal y
lo situacional, el encuentro y las relaciones subjetivas cambiantes, lo
inesperado, lo ambiguo y lo incierto, etc.) que se ponen en juego, y que este
saber, este modo de saber, no es de la misma naturaleza que el saber
disciplinar. Esto no quiere decir que no se pueda teorizar, o que no se haya
hecho, acerca de todas estas otras dimensiones de lo relacional, lo subjetivo,
lo situacional, los dilemas, los imprevistos, etc. (Schön, 1998; Korthagen; 2004). Lo que quiere decir es que
saber teóricamente sobre esto, no siempre soluciona el saber necesario docente,
que no es tanto, o no es solamente un saber acerca de estas cualidades y
dimensiones, como un saber vivir de modo fructífero y personal estas
situaciones, un saber estar en los acontecimientos de modo sensible,
perceptivo, creativo, pero a veces también contemplativo, generador de un
pensar en relación a lo vivido como modo de ampliar la consciencia de la
realidad. Incluso, en ocasiones ni siquiera es tanto buscar un saber que nos
falta, como entender nuestra relación con el no-saber como parte del trabajo
educativo, porque sabemos acerca de la importancia que tiene lo incomprendido
pero real, como algo presente de un modo sustancial en nuestro quehacer
profesional (Ellsworth, 2005).
Todas estas inquietudes y comprensiones no son
exactamente nuevas. Pero lo cierto es que se suelen abordar y pensar desde
perspectivas que beben aún en gran medida de epistemologías dependientes del
conocimiento académico (Cochran-Smith y
Lytle, 2002). Por ejemplo, es habitual considerar este problema bajo la
concepción de la relación teoría-práctica. Sin embargo, esta concepción
continúa funcionando con una consideración bipolar entre saberes constituidos,
por una parte, y por otra, espacios formalizados para atender a las
realizaciones y actuaciones prácticas. De este modo, se suele relegar la
cuestión de estos otros saberes y modos de saber al espacio formativo de las
prácticas (Schon, 1992; Korthagen, 2010);
o bien se suele considerar que todos estos saberes deben ser interpretados y
subsumidos –“disciplinados”– bajo la configuración de lo que reconocemos como
“conocimiento teórico” (se suele percibir esto en las preocupaciones y
concepciones dominantes: ya sea la preocupación por el uso de la Teoría de los
estudiantes en prácticas; o bien por los procesos de teorización que
desarrollan; o la consideración de los procesos de deliberación, etc., como
habilidades cognitivas, o como competencias, pero no como saberes). (Atkinson y Claxton, 2002; Eraut, 1994; Paquay
et al., 2005).
Esta es la razón de fondo para proponer una
mirada a la formación del profesorado desde la noción del “saber de la
experiencia” (Alliaud y Suárez, 2011).
Al hacerlo así, la pretensión es abrirnos a otras formas del pensamiento y la
sabiduría pedagógica, también necesarios como saber profesional, para así
nutrir los contenidos y los procesos de la formación con otros saberes y modos
de saber que conecten mejor con el sentido y la experiencia real de lo
educativo, de sus intrincadas tramas de acontecimientos y sensaciones, y de las
formas de estar y saber que requieren (Biesta,
2012). Repensar la formación en todos sus espacios y procesos –incluidos
los que se suceden en las aulas universitarias– bajo la noción del saber de la
experiencia aspira a ofrecer un modo de pensarla que no se deje atrapar por las
polarización teoría-práctica. Aspira también a reconocer en lo pedagógico una
gama más amplia de saberes y de sus relaciones entre ellos. Como también busca
explorar y atender a las vinculaciones entre ser y saber como cuestión siempre
nuclear de cualquier proceso formativo.
La noción de saber de la experiencia
En muchas ocasiones, con el término
“experiencia” se suele hacer referencia a todo aquello que se vive en la
práctica; y la expresión “saber de la experiencia” puede hacer pensar que se
refiere a la acumulación de saberes prácticos, a modos de saber qué hacer y
cómo en situaciones concretas. Sin embargo, al proponer el uso de estas
nociones pretendemos trascender este significado, todavía atado a la polaridad
teoría-práctica, para abrir y sugerir otros sentidos con los que también
solemos usar estas nociones. Estos otros sentidos de la experiencia y del saber
de la experiencia los ha recogido especialmente la filosofía (Gadamer, 1977; Jay, 2009; Zambrano, 1989;
véase Contreras y Pérez de Lara, 2010).
Si entendemos la experiencia como el
acontecimiento novedoso que requiere ser pensado para preguntarse por su
sentido; si la entendemos como aquello que nos ocurre, que nos deja huella, que
tiene un efecto personal; si la entendemos como aquello que hay bajo lo vivido,
de tal manera que ha ido labrando una forma de ser y estar ante las
situaciones, una consciencia de lo significativo de aquello vivido; si
entendemos la experiencia bajo estas formas, esto es como algo que en ocasiones
se tiene, pero también como algo que se hace, es decir, que requiere una
cierta disposición de ánimo para preguntarse y pensar aquello vivido, podemos
captar algo de la naturaleza de un modo no indiferente de estar en el mundo y
de vivir; un modo que no simplemente deja que las cosas pasen, sino que está
unido al modo de pensarse ante aquello que nos pasa.
Desde este modo de estar ante los
acontecimientos, ante lo que se vive, hay un saber que no es siempre fácil de
formular y que tiene que ver en gran medida con el poso que lo vivido va
dejando como actitud y orientación ante la vida, como modo de relacionarse con
los acontecimientos, que aunque ayuda a tener una orientación, a la vez acepta
la necesidad de pensar de nuevo las cosas. Tal y como lo ha expresado Luigina Mortari
(2005, p. 155), “El saber que procede de la experiencia es… el que se mantiene
en una relación pensante con el acontecer de las cosas, el de quien no acepta
un estar en el mundo según los criterios de significación dados sino que va en
busca de su propia medida”.
En cuanto tal, el saber de la experiencia es un
saber paradójico, ya que a la vez que es un saber sedimentado en lo vivido, y
que proporciona un bagaje y una orientación para la acción, sin embargo, es un
saber siempre naciente, un saber siempre en renovación, y que revela una
cualidad esencial del saber pedagógico necesario: aquel que ayuda a vivir en su
novedad las circunstancias cambiantes de nuestra tarea educativa, abiertos a
las preguntas que nos despiertan aquellas personas con quienes realizamos
nuestro trabajo, y los acontecimientos que compartimos, así como abiertos a la
pregunta por las transformaciones necesarias para una educación más atenta a la
realidad y sus circunstancias.
En el contexto de lo educativo, el saber de la
experiencia es siempre un saber de la alteridad (Skliar y Larrosa, 2009), un saber que acepta la sorpresa del
otro, de la otra, de lo otro del mundo, y que se interroga por sus necesidades
y sentidos, y por lo adecuado de la relación (Van Manen, 2003). Pero es un saber
que no sólo se pregunta por lo otro, sino por sí mismo en relación a eso otro;
una pregunta esta, ligada a la dilucidación de qué hacer. Y es un saber que
necesita contar con las dimensiones subjetivas, personales, con las propias
historias que nos constituyen como sujetos y desde donde vivimos, pensamos,
actuamos. Un saber que se nutre de lo vivido y del trabajo sobre sí, como modo
de profundizar sentidos y de abrir disposiciones y orientaciones. Así pues,
“saber de la experiencia” quiere ser la expresión para referirse a la relación
pensante que nace del misterio del otro, y que se queda ahí pensando, para
conectarse más con eso, a la espera de encontrar un camino. Es una expresión
para nombrar ese saber sabio que ayuda a estar en el mundo con mayor amplitud y
sensibilidad.
Del
saber de la experiencia, a una pedagogía de la experiencia
Dejarse interrogar por la presencia del otro,
de la otra, lleva consigo sus propias consecuencias pedagógicas. Porque
preguntarse por la experiencia en educación, no es sólo hacerlo en relación a
lo que uno vive y se cuestiona como docente, sino también en relación a lo que
ofrece a sus estudiantes y comparte con ellas y ellos. Nos preguntamos por el
sentido de lo que ocurre, de lo que proponemos, de lo que hacemos; pero también
de lo que los alumnos y alumnas viven, lo que les suponen y representan las
propuestas y procesos de aprendizaje, así como el sentido singular, subjetivo y
variable que tiene para cada una o cada uno de ellos. (Van Manen, 1998; 2004). Y ello conduce a plantearse la
posibilidad de que lo vivido en las situaciones educativas pueda ser también
una experiencia, la oportunidad de una experiencia, para quienes participan de
la misma.
En la medida en que la disposición a la
experiencia significa mantener una relación pensante con el acontecer de las
cosas, original y perceptiva; en la medida en que la experiencia supone un
estar en el mundo preguntándose, esto se transfiere a la propia práctica
educativa como la oportunidad de ofrecer a niños y niñas, y a jóvenes, la
posibilidad de preguntarse en relación a su experiencia del mundo. Un modo no
indiferente de estar en el mundo –que es lo que significa la experiencia– se
pregunta por el valor educativo de lo que compartimos como experiencia de
aprendizaje con nuestro estudiantes: la posibilidad de que su proceso de
aprendizaje sea una forma de aprender que nos les deje indiferentes ante el
mundo, sino que se pregunten por él, y se pregunten por sí mismos en relación a
él. La disposición al saber de la experiencia es en sí misma una posición
pedagógica que concibe un modo no indiferente de relacionarse con el mundo para
aprender de él (Reggio, 2010).
Pero esta disposición a una pedagogía de la
experiencia supone, como docentes, una apertura esencial a la incertidumbre, a
lo imprevisto, precisamente porque acogen y consideran seriamente aquello que
sus estudiantes tienen como singularidad; y crean propuestas que permitan
acrecentar su presencia y la creación que nace de aquí. Son experiencias que
están abiertas a lo inesperado y que por eso requieren de sus promotores un
pensar exigente, a partir de los acontecimientos a que da lugar cada día. En
cuanto que pedagogía que quiere abrirse a la posibilidad de la experiencia como
relación respetuosa con las personas y con sus procesos de aprendizaje, pensar
lo vivido, hacer experiencia es una necesidad de un saber pedagógico siempre en
flujo, siempre en movimiento, que requiere ese modo de vivirse como docente [2].
Implicaciones para la formación
Es indudable que hay una consecuencia de todo
lo anterior para la formación del profesorado que tiene que ver con la
importancia de poder contar con este saber de la experiencia de aquellas
maestras y maestros que muestran esta sensibilidad pedagógica, este modo de
vivir su trabajo, de estar ante los quehaceres y acontecimientos de la práctica
educativa de un modo sensato y fructífero, abiertos a las preguntas que
despiertan las múltiples relaciones en las que están inmersos.
Sin embargo, también es cierto que el saber de
la experiencia, en cuanto que disposición, no se resuelve sólo con la
aportación a la formación de los saberes de los docentes. El saber de la
experiencia no es ahora la nueva solución respecto al contenido a incorporar,
que nos permitiría disponer del repertorio de procedimientos necesarios para
realizar el oficio; no es el repertorio de concepciones educativas, modos de
entender la realidad y orientaciones para la acción que nos están esperando
para que las aprendamos. Y es que el saber de la experiencia es un saber y un
modo de saber que se cultiva, y no sólo que se comunica. Precisamente porque el
quehacer educativo supone una relación pensante, personal, sensible y creativa
ante las circunstancias novedosas y cambiantes, no siempre claras ni
previsibles, de la práctica, es necesario cultivar ese modo de relación. Apelar
a la noción de “saber de la experiencia” es un modo de referirse a la necesidad
de cuidar el desarrollo personal de un modo de saber y de “ir sabiendo”, una
disposición que no tecnifica ni fija lo sabido y lo hecho, sino que, a la vez
que busca una orientación práctica, se pregunta por el sentido y por la
capacidad de revivir de nuevo cada vez ese sentido en el hacer.
Se trata por tanto de un saber sostenido en
primera persona, que se cultiva poniendo en juego la propia subjetividad, la
propia historia, recursos y cualidades personales, capacidades perceptivas, el
propio cuerpo como presencia, los saberes “páticos”, como les llaman Van Manen y Li (2002). Esto nos
interroga acerca de las formas en que los espacios de formación del profesorado
pueden constituirse como procesos y experiencias de aprendizaje personal, en
donde puedan emerger los saberes de la experiencia como disposición a la
relación pensante con lo vivido, como trabajo de sí, como “trabajo de la
subjetividad” (Cifali, 2012),
como un “retorno sobre sí” (Filloux,
1996). Y lo que es especialmente importante, que no relegue estas
facetas de la formación al momento de las prácticas, dejando incuestionado el
espacio y las modalidades formativas de las clases en las aulas universitarias,
y de la epistemología que las sostiene.
¿Qué nos reclama, pues, el saber de la
experiencia en los procesos formativos? ¿Cómo hacer emerger y poner en juego
los saberes de la experiencia y la relación experiencia-saber en la formación?
Con toda seguridad que hay muchos caminos
posibles a recorrer a partir de estas inquietudes. Pero hay un entramado
necesario que ya sugiere la propia noción de la formación como algo que se
cultiva, y que conjuga al menos estas tres facetas:
a) Las vidas y experiencias que los estudiantes traen consigo, y que
suponen un saber incorporado con el cual se hace necesario contar como el
bagaje que ya se posee, con el que es necesario cada una, cada uno, entenderse
y trabajarse, y al que se debe volver y en donde tiene en definitiva que cobrar
sentido subjetivo y personal todo el proceso de la formación. Contar con la
experiencia vivida y con los saberes que se han conformado desde ella no como
una simple aceptación ingenua. La tarea es partir de lo vivido para ir más
allá; hacer saber a partir de la experiencia significa interrogarse por lo
vivido. “No aceptar los criterios de significación dados, para ir en busca de
su propia medida”, implica un mover y mediar para buscar nuevas significaciones
a lo vivido y nuevas posibilidades de relación con ello, que abran la
imaginación pedagógica. Supone un trabajo sobre sí mismo, alentado por ideas y
propuestas pedagógicas en donde las preguntas a hacerse busquen un pensarse en
el sentido y posibilidades de la relación, de la alteridad y de los movimientos
necesarios que cada uno necesita para hacer espacio a las relaciones dispares y
las imprevisiones y relaciones que supone siempre el misterios del otro. Un
trabajo que busca un irse colocando personalmente ante la tarea educativa al
menos como disposición y deseo. Y desde ahí, cada una, cada uno, ir encontrando
su lugar, contando con las intuiciones y percepciones de lo que las situaciones
pueden requerir, reconociendo el valor de formas no fijas ni seguras de
relacionarse, pero que son necesarias en las relaciones abiertas: la escucha y
el prestar atención a lo que pasa, tantear respuestas a las situaciones,
mantener el pensamiento acerca de lo adecuado de las reacciones a las
situaciones, etc.
b) La propia vivencia de la formación como lugar y oportunidad de
experiencia, como vivencia compartida y pensada, de tal modo que se pueda vivir
el tránsito de la experiencia, a la generación de un saber vinculado a ella; y
también como la oportunidad de una consciencia acerca de estos procesos de
creación de saber que proporcionan pistas pedagógicas acerca de la fuerza
profunda y multidimensional que adquiere un saber cuando se ha participado en
su gestación y ha adquirido un sentido personal y social como grupo [3].
c) Las experiencias de profesionales y sus saberes que han ido
configurando en los modos de interrogarse por lo que viven y por el sentido que
le descubren a los modos de ejercer su oficio. Pero como ya he advertido,
querer contar con el saber de docentes que se preguntan por lo que hacen y
viven, no se reduce a incorporarlo en la formación. Se trataría más bien de
preocuparse por el trabajo de creación en sí (en cada uno, en cada una) de las
disposiciones y orientaciones propias sobre la relación educativa, tomando en
cuenta lo que podemos aprender de un saber disponible (el de algunos
enseñantes) que se propone pensar y preguntarse por lo vivido y los misterios
de la alteridad que siempre se nos ponen delante. Querer contar con el saber de
docentes en este sentido es tener la oportunidad de fijarnos en los modos de
hacer con sentido que despliegan estas educadoras, para así poder aprender algo
a partir de lo que hacen y podernos de este modo pensar lo que nos requiere a
nosotros elaborar disposiciones semejantes para enfocar el hacer con el mismo
trasfondo con el que lo viven ellas. Si el saber de la experiencia nos muestra
lo que significa acoger la novedad del otro, relacionarnos con quien en el
fondo no conocemos, acompañar en su proceso de aprendizaje y crecimiento a
alguien que tiene que hacer su propio camino, y estar uno mismo en continuo
proceso de crecimiento personal respecto a lo que nos permite enfocar nuestra
tarea e ir aprendiendo siempre en ella, es esto lo que esperamos que se capte y
se aprenda de la experiencia de profesionales, juntamente con sus modos
concretos de hacer, que muestran la doble cualidad de un hacer concreto, y una
necesidad de que ese hacer nazca siempre de nuevo en cada ocasión. Y aprender
esto significa poderlo tomar de inspiración para elaborar cada uno su propio
proceso de aprender, su propio camino que será siempre personal.
En todo este proceso es de especial relevancia
el reconocimiento de diferentes modos de conocimiento pedagógico que configuran
los legados pedagógicos disponibles. La conjugación de saberes que proporcionan
perspectiva al hacer práctico no proviene siempre de los saberes de la
práctica, o de la experiencia. Pero lo importante es que estos diferentes modos
de conocer proporcionen recursos que puedan ponerse en uso y en movimiento en
estas tres facetas de la formación antes señaladas, de tal manera que ayuden a
enriquecer el pensamiento ligado a la realidad, a dimensionar el hacer
educativo, a sugerir modos de ampliar la perspectiva, de proporcionar otras
caras de la realidad que no siempre se perciben, a cuestionar ciertos
mecanismos y explicaciones viciosas o circulares instaladas en nuestros
comportamientos, a tomar distancia de sí mismos, para poder descentrarse y ver
mejor la presencia misteriosa del otro y de la realidad circundante, a nutrir
la imaginación y la creación de nuevas prácticas, a buscar nuevas formas
expresivas (Eisner, 2002), que abran nuevas facetas de la realidad, pero sin
desconectarse de ella.
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______________________________________
[1] Este artículo es fruto del Proyecto de Investigación “El saber
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Formación Inicial del Profesorado: estudios de casos” (ref: EDU2011-29732-C02-01) financiado por el
Ministerio de Ciencia e Innovación (ahora Ministerio de Economía y
Competitividad) para el período 2012-2014.
[2] Puede verse un estudio más detallado de este tipo de pedagogías de la
experiencia y de la naturaleza de los saberes que la acompañan en Contreras
(2010a).
[3] Para profundizar más en estas dos primeras facetas puede verse el
artículo de Remei Arnaus en este mismo monográfico, y también Contreras
(2010b).
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