El desarrollo de la identidad profesional del profesorado: el caso del especialista de música
The development of the professional identity of teachers: the case of the music specialist
José Luis Arostegui Plaza
El presente artículo, cuyo autor es José Luis Arostegui Plaza, forma parte de una monografía titulada "La educación… de nuevo tarea urgente en el capitalismo neoliberal", coordinada por Eduardo Fernández Rodríguez y José Luis Villena Higueras. Se publica en el número 78 (27.3) Diciembre 2013, de la "Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado (RIFOP). Continuación de la Revista de Escuelas Normales", actualmente en imprenta.
RESUMEN: En este artículo me propongo hacer una revisión del concepto de identidad social y de sus implicaciones para la formación del profesorado de música. Para ello hablaré, en primer lugar de los conceptos de «identidad social» y de su variante, las «identidades sonoras», que forma parte de él. En segundo, se verá su implicación para la formación de la «identidad profesional» del profesorado de música. Finalmente, haré una reflexión de las consecuencias que pueden sacarse para toda la formación del profesorado. El caso del profesorado de música puede ser ilustrativo de cómo una concentración en contenidos o en competencias, las mismas para todo el mundo, nos lleva a un modelo de profesorado muy distinto a otro centrado en la comprensión del significado de las interacciones que se producen en el aula. Me propongo, pues, ofrecer datos que puedan ser interesantes para quienes estén interesados en la formación del profesorado de música, al tiempo que se aborda una cuestión relevante para la formación del profesorado en general.
PALABRAS CLAVE: Identidad profesional, Formación del profesorado, Identidades musicales, Educación musical
ABSTRACT: In this article, I intend to carry out a review of the concept of social identity and its implications for music teacher training. In order to do this, I will first explain the concept of "social identity" and its variation, "sound identities", that is part of it. Secondly, its implication for the creation of the 'professional identity' of music teachers will be explored. Finally, I will reflect on the consequences that can be drawn for teacher training as a whole. The case of music teachers can explain how a concentration on contents or skills, which are the same for everyone, leads us to a model of teachers very different from that focused on understanding the meaning of the interactions that occur in the classroom. I seek, therefore, to provide data that could be useful for those interested in the training of music teachers, while also addressing a relevant issue for teacher training in general.
KEY WORDS: Professional identity, Teacher training, Musical identities, Musical training
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La construcción de las identidades sociales
ha sido y es uno de los ámbitos más fructíferos en investigación educativa
durante los últimos años, lo mismo desde la perspectiva del desarrollo del
currículo que desde la de formación del profesorado.
Las preferencias de las personas se
desarrollan mediante interacciones con miembros de su propia comunidad gracias
a que comparten las mismas reglas de construcción del conocimiento para obtener
comprensión de la realidad. Tales reglas en realidad no son nunca las mismas,
pues dependiendo del sexo, edad, clase social, etnia, etcétera, se determina la
percepción del mundo y de uno mismo. Así, el concepto de identidad social se
hace clave para comprender, por un lado, por qué el profesorado enseña del modo
en que lo hace, adhiriéndose a determinadas prácticas y desechando otras y, por
otro, por qué el alumnado aprende cosas diferentes con el mismo proceso de
enseñanza.
Zembylas (2003) agrupó las investigaciones
sobre el concepto de identidad en tres categorías: 1) investigación basada
fundamentalmente en la psicología evolutiva y del desarrollo; 2) un enfoque
sociocultural basado en la obra de Vigotsky y su aplicación en educación; 3) un
enfoque postestructuralista basado en el trabajo de teóricos como Foucault que
destacan la importancia del contexto político. En este artículo me posiciono
fundamentalmente desde esta última perspectiva. La principal idea del
postestructuralismo sobre la identidad podría resumirse en que ni conocimiento
ni identidades son naturales o fijas, sino construidas en un contexto
histórico, social y cultural preciso mediante la apropiación de discursos y
prácticas prominentes y específicos de cada contexto (Bourdieu, 1991).
Identidades socialeS
El ser humano es un ser prematuro tanto
fisiológica como intelectivamente, lo que implica una plasticidad y una
indeterminación en lo que podemos llegar a ser. Interaccionando y participando
con quienes nos rodean, nos desarrollamos como individuos miembros de un grupo
social y cultural. El conocimiento adquirido mediante esas interacciones se
tomará como propio y servirá como base de futuras interacciones que construirán
futuros aprendizajes.
No todos los aprendizajes acaban
empleándose para posteriores construcciones, sólo aquél que resulta
significativo en determinado contexto social, ignorándose el resto de
aprendizajes potenciales por no resultar relevantes para tal contexto en
particular que en otro sí podría serlo. Por eso aprender de los demás es más
importante que lo que aprendemos (Aróstegui y Louro, 2009).
Las circunstancias personales desde las
cuales interaccionamos llevan, por un lado, a la maduración personal y social
y, por otra, decide cómo percibimos a los demás y a nosotros mismos. Estas auto
percepciones y las de los demás reciben el nombre de identidad personal y
social, respectivamente (Lamont, 2002). Siguiendo a esta autora, cuanto más
pequeño es el niño, mayor importancia tiene la identidad personal, y al revés;
a medida que crece, mayor es la influencia social, llegando al máximo durante
la adolescencia. Estas identidades dependen de los contextos en los que
negociamos la construcción de significados, de modo que “identidad,
conocimiento y pertenencia social a determinado grupo se implican la una a la
otra” (Lave y Wenger, 1991, p. 53).
La identificación con una cultura sucede
normalmente por vivir en uno de los subgrupos que la componen. Tal
identificación no se logra sólo compartiendo unos conocimientos
proposicionales, también pautas de comportamiento y valores propios de cada
cultura. Puesto que ese conjunto de saberes es patrimonio de una sociedad
determinada, con su transmisión se consigue no sólo el paso a la siguiente
generación, sino la integración de los individuos en su sociedad, de modo que
su aprendizaje garantiza al tiempo la cohesión del grupo (Pérez Tapias, 1996).
Ese proceso de transmisión cultural se corresponde con el concepto de
«endoculturación» si hablamos desde una perspectiva antropológica o cultural, y
con el de «socialización» si lo hacemos desde la sociológica, realizándose
dicho proceso a través de la interacción entre sujetos que sirve igualmente
para su desarrollo.
Junto al grupo de iguales, la familia, la
escuela y los medios de comunicación (fundamentalmente la televisión y, cada
vez más, internet) son los agentes encargados de tal proceso. La familia es
considerada un socializador básico, al ser donde debieran aprenderse las pautas
básicas del comportamiento social, como vestirse o lavarse, amén de una serie
de normas éticas y creencias propias de ese grupo cultural, que son las que
conformarán su identidad social. Todo esto se aprende mediante un fuerte
componente afectivo, de ahí la intensidad con la que arraigan: "la
principal motivación de nuestras actitudes sociales no es el deseo de ser amado
[…] ni tampoco el ansia de amar […] sino el miedo a dejar de ser amado por
quienes más cuentan para nosotros en cada momento de la vida" (Fernández
Savater, 1997, pp. 56-57), de ahí la fuerza de las convicciones adquiridas
durante la infancia:
Por eso lo que se aprende en la familia tiene
una indeleble fuerza persuasiva, que en los casos favorables sirve para el
acrisolamiento de principios moralmente estimables que resistirán luego las
tempestades de la vida, pero en los desfavorables hace arraigar prejuicios que
más tarde serán casi imposibles de extirpar (ibíd., p. 58).
Así, las emociones juegan un papel
fundamental en la formación de las identidades que, al mismo tiempo permiten
borrar los límites entre la identidad personal y social (Zembylas, 2003).
Nuestros contextos sociales, históricos,
políticos, y culturales generan, para cada individuo, un conjunto de reglas
para interacción denominadas «discurso», es decir, unos límites sociales que
especifican qué puede decirse o hacerse sobre un aspecto en concreto dentro de
cada cultura (Foucault, 2005). Para este y otros autores, un discurso se
compone de supuestos explícitos e implícitos que le dan sustento y que
condiciona las relaciones que pueden establecerse entre los mismos. En otras
palabras, un discurso está compuesto de «relatos» o «narraciones» tanto
internos como externos a dicho discurso. La adherencia a unos discursos en
concreto y el rechazo a otros es lo que determina cómo nos percibimos a
nosotros mismos y a los demás, según compartamos en mayor o menor medida el
mismo discurso.
Los discursos perfilan además nuestra
percepción del mundo. Para el postestructuralismo, el pensamiento y el
conocimiento no sólo dependen del discurso dominante, sino que además crean lo
que reconocemos como realidad (Foucault, 2005) de un modo parecido a lo que
sucede con la teoría de los paradigmas de Kuhn (1996) en ciencia, en el sentido
de que cada paradigma determina lo que es posible y lo que no. Así, todo lo que
hacemos en nuestras vidas condiciona nuestra capacidad de construir la realidad,
de ahí que no veamos el mundo como es, sino como somos en ese momento
(Aróstegui, 2003). Nos convertimos así en constructores de la realidad en
permanente cambio como consecuencia de tal proceso de construcción, lo que
explicaría que cuanto más temprana tenemos esa vivencia, con más fuerza arraiga
en nosotros, no sólo por nuestro menor número de referencias, también por la
posterior construcción del conocimiento que se hace a partir de esas
experiencias iniciales, y por su mayor arraigo al mundo de las emociones.
Por eso la relación directa entre objeto
cognoscido y sujeto, entre el yo y el mundo, es escasa, pues está mediada por
un discurso y cultura específicos asumidos por el individuo, sea de modo
consciente o no. Los códigos fundamentales de una cultura en concreto (con su
idioma, esquemas perceptivos y jerarquía de prácticas) determinan por
adelantado para cada persona los órdenes empíricos con los que tendrá algo que
ver y dentro de los que se reconocerá (Foucault, 2009). Y es que, de nuevo, es
importante decir que no aprehendemos conocimiento directamente de la realidad,
sino interactuando con sujetos pertenecientes a nuestra misma cultura.
Este reconocimiento de que la comprensión
del mundo es el resultado de la interpretación, de un diálogo con la realidad a
través de los significados que construimos intersubjetivamente conecta
directamente con la epistemología interpretativa, que asume que la realidad no
existe independientemente de los individuos que la observan, sino que es construida a partir de los significados
que los sujetos le atribuyen en razón de su posicionamiento cultural. De las
diferentes corrientes que la integran (hermenéutica, fenomenológica social,
etnográfica…), tal vez la que más explícitamente manifieste esta relación entre
conocimiento e identidad sea la teoría de la decisión de Donald Davidson. Para
este autor, una acción está basada en unas razones que, a su vez, está basada
en causas (Malpas, 2010). Esta teoría de la decisión busca, por tanto, las
razones últimas de por qué cada persona piensa y actúa del modo en que lo hace,
lo que para él obedece a una explicación esencialmente ontológica, es decir, de
su identidad. Para Davidson, la explicación de una acción mediante razones es
también una forma de explicación causal (Lepore y Ludwing, 2007); las razones
explican acciones en la medida en que, para el individuo, son las causas de
esas acciones, las cuales a su vez dependen de una «razón primaria» que está
motivada por creencias y deseos de ese individuo. Por poner el mismo ejemplo
que él, cuando encendemos un interruptor, esta acción puede explicarse a partir
de, primero, mi creencia en que al girar el interruptor se encenderá la luz y,
segundo, mi deseo de que la luz se encienda. Queda así la acción inserta en un
sistema mayor atribuible al agente, el de su racionalidad, que a su vez depende
de quien es.
Cada acción se realiza “bajo una
descripción” (Joseph, 2004, p. 123), pues una misma acción es susceptible de
estar motivada por más de una correcta descripción. En otras palabras, una
misma acción puede entenderse como intencional bajo ciertas descripciones, pero
no con otras. Siguiendo con el ejemplo de encender la luz girando el
interruptor (que es intencional) puede al mismo tiempo estar alertando sin
saberlo a algún ladrón que está afuera acechando (y que, por tanto, no es
intencional). De ahí que el mismo evento pueda referenciarse con descripciones
bastante dispares.
El fuerte vínculo entre las descripciones
de Davidson o el discurso de Foucault con la identidad social ha llevado a la
creación de una teoría narrativa de la identidad; narrativa entendida como
aquélla “relacionada con eventos específicos y concretos en la vida de una
persona […], que dan cuenta de quién es esa persona” (Connelly y Clandinin,
1987, p. 134). Cuando en estos relatos se reconocen las voces de las personas y
las prácticas de su comunidad, entonces podemos decir quién es. Sfard y Prusak
(2005) llegan a igualar identidades personales con sus narraciones sobre ellos
mismos: “en consonancia con la idea de asociación con las actividades
discursivas, sugerimos que las identidades pueden definirse como el conjunto de
relatos sobre las personas o, más concretamente, como aquellas narrativas sobre
que son materializados, atribuibles y significativos” (p. 16).
Estas dos autoras desarrollan esta idea
distinguiendo entre identidades actuales y designadas. Las identidades actuales
son aquellos relatos sobre el estado actual de una persona, mientras que las
designadas se refieren a los relatos con potencial para llegar a formar parte
de la identidad actual. La idea de las identidades actuales y designadas
implica que pueden cambiar, normalmente de las actuales a las designadas, lo
que no significa una progresión lineal, pues las identidades designadas pueden
cambiar.
Identidades musicales
La música constituye un elemento
fundamental en la construcción de las identidades sociales, pues está “en el
epicentro de prácticas discursivas de conformación de la identidad de los
jóvenes” (McCarthy y otros, 1999, p. 2), que es a lo que se denomina
identidades sonoras o musicales. Schutz (en Hudak, 1999) da una posible
explicación de cómo surgen las identidades sonoras: al ser la música una
experiencia temporal con un significado indeterminado, diferente para cada persona
y, para la misma, también distinta cada vez que la escuchamos en diferentes
momentos temporales a lo largo de nuestra vida, va influyendo en la
conformación de nuestra identidad social. La identidad musical surge, pues, del
proceso de reconstrucción de significados de esa música que interpretamos o
escuchamos:
Es precisamente porque la música es temporal
(además de histórica) en su forma por lo que puede aunar a las personas,
creando así la posibilidad de una experiencia común entre todos: la creación de
una comunidad común, un “nosotros” […]. El proceso de afinación supone la
reconstrucción del contenido musical de la mayoría de los oyentes que escuchan
o imaginan la música. Esta reconstrucción crea en la consciencia un “presente
vívido” en el que se consigue una “cuasi simultaneidad” de eventos entre el
espectador-oyente y el compositor-intérprete. En el centro de este proceso de
alienación temporal está la estructura politética de la propia música (ibíd.,
pp. 452-343).
Aunque las ideas de Meyer (2001) sobre la
aparición de los estilos musicales no están directamente relacionadas con la
construcción de las identidades, merece la pena tenerlas en cuenta también a
este respecto. Meyer afirma que la emoción y el significado en música suceden
tras la comprensión y aprehensión de las reglas propias de determinado estilo
musical, es decir, una vez que esa narración se hace parte del esa identidad.
Una vez bien asentada, encontraremos en cada obra musical elementos previstos e
imprevistos entremezclados, es decir, unos propios de la ortodoxia de ese
estilo y otros que desafían las normas compositivas de ese estilo. Con el
tiempo, tales desviaciones suscitarán nuevas interacciones entre el sujeto y el
objeto de acuerdo a los procedimientos y contextualización anteriormente
mencionados. En otras palabras, las reglas compositivas no son fijas, no
existen más allá del individuo, estando a la espera de ser descubiertas, sino
que son parte de un lenguaje dinámico en permanente proceso de construcción,
como cualquier otra obra humana.
La idea de la adquisición del significado
musical a partir la aprehensión del lenguaje de un estilo en particular
refuerza la idea de que el significado no es independiente del oyente, antes al
contrario, confirma la construcción social del conocimiento, construcción que
sólo es posible interaccionando entre personas que comparten ese estilo musical
en concreto y que forma parte de ellas. Esta coincidencia entre músicas
compartidas entre personas no es total, el solapamiento de discursos es siempre
parcial. Asimismo, interaccionamos con las obras musicales creando nuestros
propios significados y emociones.
Los conceptos abordados con anterioridad
sobre el discurso, aquí denominado estilo musical, son de aplicación directa;
las ideas sobre la aceptación de unas opciones musicales sí y el rechazo de
otras; la interacción entre individuos y objetos –la música–; el surgimiento de
la emoción cuando se consigue la comprensión de las reglas musicales mediante
la interacción con los demás, con la consiguiente identificación con ese
discurso; y el permanente cambio de las reglas de interacción, están
íntimamente conectados con el hilo argumental de Meyer.
La identidad musical contribuye y refuerza
a la social de la que, en última instancia, forma parte. Stålhammar (2006)
encuentra tres fuerzas musicales que, en este mundo globalizado, conforman la
identidad de muchos jóvenes del mundo: 1) la industria musical internacional,
“en donde el beneficio económico es el propósito principal” (p. 10); 2) el
contexto cultural de cada persona, que conforma valores y preferencias
musicales; 3) los contextos de enseñanza, lo mismo formal que informal,
comprometida con el conocimiento y la educación.
La influencia de cada uno de estos
contextos no es equivalente. La globalización «desde arriba» (Flecha, 2008)
está impulsando el auge de una cultura internacional, fundamentalmente con
componentes de los países angloparlantes, sobre todo de los Estados Unidos,
pero no sólo. Otras zonas del planeta son también importantes en la
conformación de esta cultura (y, consecuentemente, identidad) global, pero no
en la misma medida, hay una asimetría evidente en la que los productores
comerciales influyen más que los consumidores que acaba dando lugar a un
hibridación cultural (Kraidy, 2005) y, por ende, también de identidad. El
resultado, en música, es un estilo pop internacional promovido por las
compañías transnacionales. El resultado, en educación, es un currículo escolar
que, si no lo remedia, está siendo reemplazado por el de los medios de
comunicación social (Parenti, 1993) (1).
Identidades Profesionales: el caso del
profesorado de música
Ya hemos visto que la conformación de las
identidades sociales es un proceso dinámico en permanente proceso de
construcción, deconstrucción y reconstrucción que dura, por tanto, toda la
vida. Sin embargo, es posible delimitar periodos de socialización que ayudan a
comprender mejor los cambios que se producen. En lo que al ámbito escolar se
refiere, la conformación de esta identidad social desde la Escuela Infantil
hasta la Secundaria se denomina «socialización primaria». La «secundaria» es la
que sucede cuando las personas comienzan su vida laboral o cursan estudios
superiores (Wallace y Wolf, 1999) y comienzan a adoptar roles y
responsabilidades dentro de un grupo más pequeño o especializado dentro de un
contexto cultural más amplio. Es durante este periodo de socialización
secundaria que los jóvenes adultos actúan y adoptan comportamientos típicos de
una profesión en particular y comienzan a establecer su identidad profesional
(Austin, Isbell y Russell, 2012). Surge así el concepto de «identidad
profesional» o, en nuestro caso, «identidad docente» que, al relacionarse con
sus prácticas de enseñanza, “proporcionan un marco para que el profesorado construya
sus propias ideas de ‘cómo ser’, ‘cómo actuar’ y ‘cómo comprender’ su trabajo y
su lugar en la sociedad” (Sachs, 2005, p. 15).
En la conformación de esta identidad
profesional intervienen las experiencias personales previas de la socialización
primaria, sobre todo “las experiencias escolares vividas como alumnos, el
posible atractivo de la docencia, su primera modelación en la formación inicial
de la Facultad después, los inicios del ejercicio profesional; todo ello
condicionará positiva o negativamente al alumno” y, posteriormente, “los años de ejercicio
profesional” (Bolívar, 2007, p. 14). Lo personal, lo social y lo profesional,
interaccionan así para conformar la identidad profesional de cada docente
caracterizada por:
(A)
Ser dinámica, en razón de
las interpretaciones y reinterpretaciones de diferentes situaciones que las
cambian.
(B)
El papel importante que,
por tanto, juega el contexto en su formación y transformación.
(C)
La influencia de las
percepciones explícitas e implícitas de los demás sobre uno mismo.
(D)
La inclusión de
diferentes subidentidades dentro de la identidad docente, sobre todo al inicio
de su carrera profesional, que más tarde se combinan para formar un concepto
global de su identidad profesional (Beijaraard, Korthagen y Verloop, 2004).
En el caso del profesorado de música, la
identidad docente se ha relacionado con la de las identidades musicales antes
comentado aunque, de acuerdo al conocimiento pedagógico disponible, su
incidencia en la práctica docente tiene más que ver con cómo se articula el
núcleo de su identidad con las otras subidentidades que asumen como educadores
(Gee, 2001), que con sus preferencias musicales, sus capacidades docentes y la
alternancia entre el papel de músico y de educador (Hargreaves y otros, 2007).
En efecto, diversas investigaciones en educación musical (Bouij, 1998;
Hargreaves y otros, 2007; Pellegrino, 2009) revelan que el profesorado en
formación se percibe o como «experto en la materia» o como «docente»,
dependiendo de sus experiencias previas a la de sus estudios, por lo cabe
encontrar una pugna entre la identidad musical y la docente que, según se
articulen, darán lugar a prácticas de aula diferentes.
En otras palabras, la percepción que tenga
el profesorado de música de sí mismo parece influir más en su práctica que las
capacidades docentes que realmente tengan aunque, dada la ya mencionada
interacción entre una y otra, el resultado final sea en realidad consecuencia
de ambas (Dollof, 1999). En esta línea, Ballantyne (2005) sugiere que la
percepción que cada docente tenga de sus propias capacidades musicales le lleva
a oscilar entre una identidad docente más inclinada hacia lo musical, en caso
de que se sienta seguro de sus capacidades musicales, en cuyo caso se va más
como músico, o hacia lo pedagógico, si es que se siente inseguro de dichas
capacidades musicales, en cuyo caso se percibe más como docente de música.
Hallam y otros (2009) también encontraron que la confianza de un docente en su
enseñanza musical depende de cuánta formación musical recibió durante su
formación inicial. Así, una idea común en la literatura es que los mejores
docentes de música son también los músicos más capaces (Kerchner, 2006; Mills,
2004), desarrollando así el profesorado de música una identidad específica
musical por encima de su identidad como docente centrado en el estudiante
(Bouij, 2004).
En suma, existe conocimiento pedagógico
suficiente como para afirmar que la identidad del profesorado de música, sobre
todo durante su periodo de formación inicial, se encuentra en algún lugar del
contínuum docente-músico, lo que depende de cómo se perciba haciendo música,
del modelo de músico y de docente transmitido por el plan de estudios, y del
choque potencial entre las identidades actuales que trae el alumnado
consecuencia de su socialización primaria con la designada que promueve su
socialización secundaria (Ballantyne, Kerchner y Aróstegui, 2012).
De la teoría a la práctica: Las identidades
docentes y musicales en acción
Liora Bresler menciona en una entrevista
recientemente realizada (Guerrero, 2013) al historiador Ernst Gombrich para
decir que “el pintor no pinta lo que puede ver, sino que puede ver lo que puede
pintar” (p. 67) y que el papel del arte debe ser el de aumentar nuestro
repertorio de experiencias. Ésta podría ser la contribución del arte a la
formación del profesorado y, en general, el propósito de estos planes de
estudio: expandir los horizontes de nuestro alumnado de modo tal que le permita
pasar de las respectivas identidades actuales de su socialización primaria a las
designadas de acuerdo a la secundaria del plan de estudios, para lo cual
necesitan tener buenas situaciones formativas de enseñanza con las que
interactuar y que vayan más allá del desarrollo de sus capacidades y
competencias y de la transmisión de unos contenidos.
Para conseguirlo es importante que esa
expansión de sus horizontes se haga partiendo del alumnado, es decir, de su
aprendizaje experiencial, ofreciendo situaciones con las que puedan interactuar
y que conecte con quienes son en ese momento al tiempo que les permita crecer
profesionalmente. Si tienen este tipo de aprendizajes durante su periodo de
formación inicial, cuando estén en ejercicio las podrán poner en práctica pero
no sólo porque las hayan aprendido sino, sobre todo, porque las habrán aprendido
por ellos mismos. Así podremos cerrar o, cuando menos, aminorar, la brecha
existente entre lo que enseñamos y lo que aprenden (Aróstegui y Louro, 2009).
En el caso del profesorado de música, esta
expansión significa expandir sus opciones musicales (Louro y Medeiros, 2004) y,
sobre todo, desarrollar su autopercepción como docentes antes que como músicos.
Qué duda cabe de que cualquier profesional debe emplear en su vida diaria los
contenidos y las competencias que quiera transmitir a sus estudiantes, si no
queremos una enseñanza teórica alejada de la práctica. Pero también es
importante que sean conscientes de que ser un buen músico no es lo mismo que
ser un buen profesor de música (Aróstegui, 2004). Para conseguir romper esta
tendencia antes mencionada del profesorado de música a percibirse antes como
músicos que como docentes, como hemos visto, tan extendida, habría que evitar
que el profesorado especialista, en nuestro caso de música, se centre
fundamentalmente en la asignaturas musicales minusvalorando las que se dedican
a otros ámbitos, como el pedagógico, lo que es más frecuente cuando se forma en
centros especializados musicales (Facultades de Música o Conservatorios), al
menos en algunos países como los Estados Unidos, en donde el alumnado (y el plan
de estudios) suele valorar más las clases de instrumento y, en general, las
materias musicales (v.g., Aróstegui, 2004; Austin, Isbell y Russell, 2012;
Nettl, 2005) (2).
Surge así la necesidad de establecer una
relación dinámica entre músico y docente. En un estudio realizado por
Ballantyne en Australia, Kerchner en los Estados Unidos y Aróstegui en España
(2012) encontramos cómo en los contextos estudiados, a pesar de las diferencias
culturales de cada país, universidad y plan de estudios, existe una negociación
de identidades, además de una transición, entre ser «músico» y «docente» que se
produce como consecuencia, entre otras, de las experiencias que les ofrecen los
respectivos planes de estudios; a medida que se van familiarizando con sus
futuros contextos de enseñanza, más capaces se ven de pensar sus identidades
como músicos y como docentes. En caso de no conseguirse la articulación
adecuada entre ambas identidades y persista el mayor énfasis inicial en lo
musical, se corre el peligro de reproducir prácticas experimentadas en el
pasado como alumno, durante la socialización primaria (Woodford, 2002) que le
restan importancia al conocimiento y las capacidades pedagógicas frente a las
musicales.
Bernad (2004) indagó esta tensión entre
producción y enseñanza musical, preguntándose si es necesario escoger entre el
rol de artista o de docente, cuando están tan estrechamente relacionados, por
lo que defiende la complementariedad de ambas. Por eso es tan importante que
los planes de estudio mantengan un equilibrio entre ambos planos y existan
posibilidades de negociar los roles relativos a la subidentidad musical y la
docente.
Esta misma situación de conflicto entre los
contenidos y lo educativo se da con otro profesorado especialista. Así, Bolívar
(2007) indica que “cuando la identidad de base (profesor de Matemáticas, Lengua
o Historia) choca con las demandas del ejercicio profesional (atender las vidas
plurales de los alumnos, poner orden en la clase, educar), se genera –ya de
entrada– la primera crisis de la identidad profesional” (p. 17) que puede
entrar en una segunda crisis, en caso de que tal conflicto se instale como
parte de su identidad docente. El caso de la música tal vez sea aún más
complejo, primero, porque existe como especialista, junto con Educación Física
y Lengua Extranjera, en Educación Primaria, además de en Secundaria. Y,
segundo, por la larga tradición didáctica centrada en los contenidos que
perdura en educación musical y que dificulta el paso de lo instrumental a lo
educativo.
La diferencia entre un tipo de docente
centrado en la «identidad de base» y su adherencia a los contenidos y
competencias de un currículo y otro
centrado «en las demandas del ejercicio profesional» no es baladí, hay
diferencias radicales entre ambos, y no podemos atender a las dos perspectivas
a la vez; o nos centramos en el conocimiento absoluto, en nuestro caso de la
música, y al modo más efectivo de transmitirlo, o centramos nuestra labor
docente en sus potencialidades educativas para transmitir no sólo unos contenidos
que desde luego ya no son universales, sino que sobre todo colaboren con los
objetivos generales de la escuela y, por tanto, al desarrollo integral de la
persona:
Hay una gran diferencia entre decir que hay
una verdad universal que proporciona respuestas a cada situación, y considerar
que la vida es una continua búsqueda en la que somos nosotros los que
construimos significados y descubrimos nuestras propias verdades. Ambas
perspectivas […] acarrean muchas implicaciones para las artes y para la educación.
Desde la primera, nuestra tarea es estudiar lo que ya nos viene dado. En la
otra, nuestras acciones, percepciones, y pensamientos perfilan el mundo. Ambas
ideas no pueden coexisitir en el mismo currículo al mismo tiempo. Las
implicaciones para las artes son evidentes (O'Fallon, 1995, p. 22).
Desde la educación musical, estas dos
perspectivas se concretan en dos grandes teorías: la praxeología de Elliot
(2005), para la que “los objetivos de la educación musical dependen del
desarrollo de la musicalidad y la audición del alumnado del música” mediante la
práctica musical (p. 7) y la educación estética de Reimer (1972), que aboga por
“poner la educación estética a trabajar” (p. 28). Es decir, la primera
considera la música un fin educativo en sí mismo, mientras la segunda la ve
como un medio a través del cual educar. Se podría decir que la primera aboga
por una “educación musical” impartida por “músicos educadores”, mientras que la
segunda se trata de una “música educativa” impartida por “educadores músicos” (Heiling
y Aróstegui, 2011). No es un mero juego de palabras, aunque en ambos enfoques
se haga música, cada uno tiene unos objetivos muy distintos y una asunción de
unas creencias y deseos de lo que es la educación y la música que tenemos la
obligación profesional de explicitar.
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NOTAS
(1) La globalización también está dando lugar a “nichos de resistencia identitaria” (Pradas, 2005, p. 13) como consecuencia del auge de los fundamentalismos religiosos y nacionalistas. Aunque directamente relacionados con la construcción de las identidades en un mundo global, con las identidades sonoras y también con la formación del profesorado, no abordo aquí tales cuestiones por razones de espacio.
(2) Evitar esta especialización excesiva fue uno de los argumentos dados en su momento para eliminar los títulos de maestro especialista en la universidad española. Aun compartiendo esta idea, por razones de espacio evito hablar aquí del error que en mi opinión están suponiendo los nuevos planes de estudio para la formación del profesorado de música (Aróstegui, 2006).
(2) Evitar esta especialización excesiva fue uno de los argumentos dados en su momento para eliminar los títulos de maestro especialista en la universidad española. Aun compartiendo esta idea, por razones de espacio evito hablar aquí del error que en mi opinión están suponiendo los nuevos planes de estudio para la formación del profesorado de música (Aróstegui, 2006).
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